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    SAN AGUSTÍN (V): UN CORAZÓN CONVERTIDO, UN ALMA EN CAMINO

    Con esta quinta entrega cerramos nuestro recorrido por la figura inmensa de san Agustín, no tanto como conclusión, sino como invitación a seguirlo leyendo, escuchando, contemplando. Hoy nos detenemos en su experiencia más íntima y personal: la conversión. No fue un instante, sino un camino entero de búsqueda, luchas y transformaciones. Un camino que, en realidad, no se interrumpió nunca.

    La conversión de san Agustín no puede reducirse al episodio famoso del jardín de Milán, cuando escuchó una voz infantil que le repetía: Toma y lee. Aquel momento fue decisivo, sí, pero no fue el único. Como él mismo sugiere en Las Confesiones, su vida entera fue una serie de conversiones. La primera, que lo llevó del escepticismo y el maniqueísmo a abrazar la fe cristiana; la segunda, que le hizo pasar de la vida contemplativa a la entrega pastoral; y la última, quizá la más profunda, que le llevó a reconocer cada día su necesidad de misericordia.

    En su juventud, la razón lo impulsaba a buscar la verdad. Amó la sabiduría, pero no encontraba el camino hacia ella. Ni la filosofía, ni el éxito mundano, ni los vínculos humanos le daban reposo. Sólo la Palabra de Dios, leída con el corazón herido y abierto, iluminó su noche. En un momento crucial, san Pablo lo interpeló con fuerza: “Revestíos del Señor Jesucristo y no busquéis satisfacer los deseos de la carne” (Rm 13,14). Agustín entendió que ese texto no era una página más, sino una llamada personal.

    Pero la vida no se resolvió en ese instante. Volver a África, dejarse arrancar del monasterio para ser sacerdote y después obispo, aceptar el peso del pueblo, la predicación, las controversias y los conflictos, fue para Agustín una segunda conversión: aprender a vivir para los demás. Renunció a su ideal de una vida retirada, y descubrió que el camino de la verdad pasaba por el servicio humilde.

    Y hubo aún una tercera conversión, la más humilde: reconocer que ni siquiera los bautizados, ni siquiera los obispos, alcanzan plenamente el ideal del Evangelio. Agustín se dio cuenta de que la perfección no se posee, sino que se espera con esperanza, se implora cada día. Nadie es autosuficiente. Por eso, hasta el final de su vida, rezaba con lágrimas los salmos penitenciales. Su grandeza no está en haber sido perfecto, sino en haber aceptado que sólo Cristo lo es, y en haberlo buscado hasta el último suspiro.

    San Agustín fue un convertido permanente, un corazón inquieto que encontró descanso en el Amor. Su pensamiento ha iluminado a generaciones, pero más aún su testimonio ha conmovido a innumerables almas. No sólo nos enseñó a pensar: nos enseñó a desear, a esperar, a llorar, a amar. En él, la fe no es una idea: es una llama encendida.

    Hoy, como entonces, su voz sigue viva. Y su ejemplo nos recuerda que la verdadera conversión no es huida del mundo, sino encuentro con el Dios vivo que nos transforma desde dentro. Solo Él puede responder al anhelo que llevamos en lo profundo. Solo Él puede ensanchar nuestro corazón y colmarlo con su dulzura.

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    SAN AGUSTÍN (IV): LA PALABRA ESCRITA DE UN CORAZÓN ENCENDIDO

    El genio de san Agustín no sólo se manifestó en su conversión, su pensamiento o su servicio pastoral, sino también en su vasta obra escrita. Ningún otro Padre de la Iglesia nos ha dejado un legado literario tan amplio, profundo y duradero. Desde sus primeros escritos hasta los últimos, revisados con humildad antes de morir, Agustín escribió para dialogar con Dios y para hablar al corazón del hombre. En sus páginas sigue vivo.

    El texto más conocido de san Agustín es, sin duda, Las Confesiones, esa autobiografía espiritual escrita como un canto a la gracia. Pero el título no remite sólo a la confesión de los pecados: confessio significa también alabanza, reconocimiento de la misericordia divina. Agustín contempla su pasado a la luz de Dios, y esa mirada le lleva a glorificar, no sus propios méritos, sino el amor paciente del Señor. Es un libro que no envejece, porque habla del alma humana con una intensidad inigualable.

    Menos conocido pero igualmente revelador es el libro de las Retractaciones, donde revisa sus propios escritos con una sinceridad y una humildad que enseñan más que cualquier tratado. No se limitó a corregir errores: dio ejemplo de cómo la verdad no es posesión, sino camino continuo.

    Junto a estas obras, san Agustín compuso otros textos que han marcado la historia del pensamiento. En La ciudad de Dios, escrito tras el saqueo de Roma por los godos, responde al desconcierto de muchos cristianos: no se puede identificar el Reino de Dios con ningún poder terreno. Frente a la ciudad de los hombres, construida sobre el amor propio, se alza la ciudad de Dios, edificada sobre el amor a Él. Este libro ofrece una mirada cristiana de la historia, que sigue siendo hoy una fuente luminosa para pensar la relación entre fe y sociedad.

    En La Trinidad, Agustín aborda con profundidad y belleza el misterio central de la fe cristiana: un solo Dios en tres Personas. Y lo hace no como un ejercicio teórico, sino como una contemplación amorosa. La Trinidad no es un problema a resolver, sino una luz que transforma la vida.

    A la vez, no descuidó nunca a los sencillos. El arte de catequizar o el Salmo contra los donatistas, escrito incluso con errores gramaticales voluntarios, muestran su deseo de llegar a todos, de hacer comprensible la fe sin traicionar su misterio. En este mismo espíritu se inscriben sus miles de homilías, muchas improvisadas, que se difundieron con rapidez por todo el mundo cristiano.

    Agustín amaba los libros, pero no por afán de erudición, sino porque en ellos buscaba a Dios. Dejó una biblioteca, no un tesoro material. Su herencia no fue el oro, sino la sabiduría del Evangelio hecha palabra viva. Como escribió su amigo Posidio, san Agustín «no dejó nada, pero en sus escritos está aún vivo».

    Y es verdad. Cuando lo leemos, cuando oramos con sus palabras, cuando lo escuchamos hablar desde sus páginas, san Agustín no es sólo un maestro del pasado. Es un testigo actual, cuya voz sigue despertando en nosotros —como él mismo dijo— el deseo de esa verdad que es Dios y que nunca envejece.

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    SAN AGUSTÍN (III): LA INQUIETUD DEL CORAZÓN Y LA LUZ DE LA RAZÓN

    Una de las dimensiones más fascinantes de san Agustín es su incansable búsqueda de la verdad. En una época en que muchos jóvenes se sienten divididos entre razón y fe, el testimonio de este Padre de la Iglesia aparece con una claridad renovadora. San Agustín no aceptaba una fe ciega ni una razón sin alma. Su camino espiritual fue, de hecho, un constante diálogo entre ambas: la razón como apertura al misterio, y la fe como luz que no anula sino que plenifica la inteligencia.

    Desde niño, Agustín conoció la fe cristiana por su madre Mónica. Pero en su juventud, se alejó de ella: no quería creer en algo que no pudiera también comprender. Buscaba una verdad con rostro, no una vaga hipótesis; un Dios cercano, que diera sentido a su vida. Fue este deseo profundo el que lo llevó primero al maniqueísmo y después al escepticismo, hasta que, gracias al encuentro con san Ambrosio y a la lectura renovada de las Escrituras, su mente y su corazón se abrieron finalmente a Cristo.

    El descubrimiento de que en Dios se encuentra la verdad que ilumina la razón —y no la silencia— marcó toda su vida. Para Agustín, creer no es renunciar a pensar, sino abrir el corazón a una verdad más alta: cree para comprender; pero también comprende para creer. Así lo resumió él mismo con brillante sencillez. Esta síntesis entre fe y razón, tan amenazada en nuestro tiempo, fue para él la clave de una vida plenamente humana.

    Pero la verdad no era para Agustín una idea abstracta, sino una Persona: Cristo, el Verbo encarnado. Es en Cristo donde el ser humano se encuentra verdaderamente consigo mismo. Porque, como él mismo escribió, quien está lejos de Dios también está lejos de sí. Por eso, su célebre confesión tiene aún hoy una potencia inolvidable: “Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”.

    En Agustín se nos revela que el cristianismo no es un sistema cerrado, sino una vía abierta hacia la verdad más profunda de lo humano. No hay verdadero conocimiento de uno mismo sin apertura a Dios. Y no hay encuentro con Dios que no ilumine también el misterio del hombre. Su teología está tejida de experiencia y de oración, de búsqueda y de hallazgo. Por eso sigue hablándonos hoy, con una fuerza y una frescura que no envejecen.

    En un mundo en que muchos buscan sentido y claridad, san Agustín nos recuerda que no estamos hechos para lo superficial. La verdad nos llama. Y su nombre es Cristo.

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    SAN AGUSTÍN (II): LA VEJEZ DEL MUNDO Y LA ESPERANZA DEL CORAZÓN

    En los últimos años de su vida, san Agustín quiso preparar su sucesión. El 26 de septiembre del año 426, ya anciano, presentó ante su comunidad de Hipona al sacerdote Heraclio, a quien había elegido como futuro obispo. Aquella jornada, llena de gratitud y emoción, refleja la lucidez y humildad del gran obispo africano. Sabía que el final se acercaba y deseaba dedicar sus últimos años al estudio más profundo de las Escrituras, la fuente de su vida interior y de su incansable servicio a la verdad.

    Pero el final no fue tranquilo. En el año 429, los vándalos invadieron el norte de África y, en pocos meses, pusieron sitio a Hipona. En medio del caos, san Agustín no huyó ni se encerró en sí mismo. Sufría intensamente por la devastación de su tierra y por el sufrimiento de su pueblo, pero permanecía firme en la oración, en la atención a los más necesitados y en la reflexión sobre los misterios de la Providencia. Decía que, aunque el mundo envejece, Cristo permanece siempre joven. Era una forma de animar a los suyos a no perder la esperanza, a mantenerse firmes en la fe aun cuando todo parecía derrumbarse.

    Durante el asedio, la casa-monasterio de san Agustín se convirtió en refugio de obispos y sacerdotes. Su biógrafo y amigo Posidio narra que, al enfermar, el obispo pidió retirarse a la oración y a la penitencia. Mandó colgar en la pared los salmos penitenciales escritos en grandes letras para poder recitarlos con lágrimas desde la cama. Murió el 28 de agosto del año 430, mientras la ciudad resistía los ataques. Su corazón, tan apasionado por la verdad, pudo finalmente descansar en Dios.

    San Agustín no dejó tratados sistemáticos de teología como los entendemos hoy, pero su legado —una de las obras más extensas y fecundas de la historia cristiana— sigue vivo. Lo encontramos presente en cada página de sus Confesiones, de La ciudad de Dios, de sus sermones y de sus cartas. Sus palabras traspasan el tiempo. No hablan sólo al pasado, sino también a nuestro presente: a nuestra búsqueda, a nuestras luchas, a nuestra sed de verdad.

    Y es que Agustín no es sólo una figura del pasado. En sus escritos habla aún hoy con fuerza. Nos invita a rejuvenecer en Cristo incluso cuando todo a nuestro alrededor parece en ruina. Nos recuerda que en medio de las tinieblas y del desgaste del mundo, la luz de Cristo sigue siendo joven, eterna, verdadera. A su lado, el corazón encuentra su descanso.

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    SAN AGUSTÍN DE HIPONA (I): EL BUSCADOR INCANSABLE DE LA VERDAD

    Después de las festividades navideñas, volvemos a nuestro camino junto a los Padres de la Iglesia con una figura que marca un antes y un después en la historia del pensamiento cristiano: san Agustín. Obispo de Hipona, pero sobre todo incansable buscador de la verdad, san Agustín no sólo es el más influyente de los Padres latinos, sino uno de los pilares sobre los que se construye la cultura occidental.

    Nacido en el año 354 en el norte de África romana, en Tagaste, su vida es una síntesis prodigiosa de inquietud intelectual, sensibilidad espiritual y apasionamiento humano. Su madre, santa Mónica, dejó en él una semilla de fe que tardaría en germinar. Fascinado por la retórica, pronto alcanzó fama como maestro en Cartago, Roma y Milán, y se dejó seducir por el maniqueísmo, que le prometía una fe racional, sin el escándalo del sufrimiento. Pero su sed de verdad no hallaba reposo.

    La lectura del Hortensius de Cicerón despertó en él el deseo de sabiduría. Pero sería el contacto con san Ambrosio en Milán lo que le abrió los ojos al misterio de Cristo y al sentido profundo de las Escrituras. Decepcionado por la rigidez filosófica del maniqueísmo, encontró en el cristianismo la plenitud de la verdad que anhelaba: el Logos eterno que se hizo carne, la belleza de Dios revelada en la humildad de la cruz.

    Su conversión en el año 386 fue el fruto maduro de una larga búsqueda interior. A los 32 años fue bautizado por san Ambrosio en la Vigilia pascual del año 387. El hombre que había ambicionado el prestigio del mundo se retiró a la oración, al estudio de la Escritura y a una vida de comunidad. Poco después sería llamado al sacerdocio y consagrado obispo de Hipona, donde entregaría más de tres décadas de su vida al servicio de la verdad y del pueblo de Dios.

    Desde su sede episcopal —una ciudad asediada al final de sus días por los vándalos— Agustín predicó, enseñó, escribió, dialogó y combatió las herejías que amenazaban la fe en la misericordia divina. Su vida interior, recogida de forma magistral en las Confesiones, permanece como una cima de la literatura espiritual de todos los tiempos: un diálogo con Dios donde la inquietud del corazón humano encuentra su descanso.

    Agustín murió en el año 430 mientras oraba con los salmos penitenciales, aferrado a la misericordia de Dios. Nos ha dejado una herencia teológica inmensa, pero sobre todo un testimonio personal de conversión, búsqueda, humildad y amor apasionado por la verdad. En él brilla la belleza de una inteligencia al servicio de la fe, y una fe que nunca quiso renunciar a la razón.

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    SAN PAULINO DE NOLA: EL ARTE DE LA FE, LA AMISTAD Y LA CARIDAD

    En el corazón de la Campania, donde hoy se alza la ciudad de Nola, floreció a finales del siglo IV una figura luminosa de la Iglesia antigua: san Paulino. Aristócrata aquitano, político brillante, poeta refinado y finalmente obispo, su itinerario espiritual refleja con claridad la fuerza transformadora del Evangelio.

    Educado en Burdeos bajo la tutela del poeta Ausonio, Paulino destacó muy pronto por su talento y ascendió rápidamente en la carrera pública. Pero fue durante su mandato como gobernador de Campania cuando el contacto con la fe sencilla del pueblo —especialmente la devoción al mártir san Félix— abrió en él una herida de gracia. El encuentro con Cristo lo llevó a una conversión profunda que culminaría en una vida de pobreza evangélica, vida monástica, y más tarde ministerio pastoral.

    Con su esposa Teresa, vendió sus bienes y se estableció en Cimitile, junto al santuario de san Félix. Allí fundó una comunidad monástica donde la oración, la lectio divina y la acogida a los pobres se entretejían con una poesía al servicio de la fe. Porque Paulino nunca dejó de ser poeta, sólo que ahora, como él mismo decía, “Cristo es mi poesía”. Supo transformar su arte literario en un medio de evangelización: sus himnos, epístolas y poemas cantan la belleza de la Encarnación y la grandeza de la caridad. Incluso hizo del arte visual un instrumento catequético al decorar con frescos explicativos las paredes del santuario de san Félix, anticipando así el valor pedagógico del arte sacro.

    Su caridad concreta lo convirtió en un verdadero padre para los pobres. Les abría su casa y su corazón, viéndolos como “sus señores” y reconociendo en ellos el rostro de Cristo. Dejó escrito que su oración era el verdadero cimiento del monasterio. Esta sensibilidad pastoral y su cercanía al pueblo lo llevaron a ser elegido obispo de Nola hacia el año 409.

    Pero quizá uno de los aspectos más luminosos de san Paulino fue su vivencia de la amistad espiritual. Su correspondencia con figuras como san Agustín, san Jerónimo, san Ambrosio o san Martín de Tours muestra una Iglesia viva, tejida de relaciones profundas entre quienes buscaban juntos la verdad y vivían en comunión. “Somos miembros de un solo cuerpo —escribía a san Agustín—, tenemos una sola cabeza, vivimos de un solo pan y en una misma casa”. Esta visión eclesial, tan intensamente vivida, anticipa lo que siglos después el Concilio Vaticano II propondría al hablar de la Iglesia como misterio de comunión.

    En san Paulino de Nola resplandece una síntesis rara y preciosa: nobleza de alma, riqueza cultural, profundidad espiritual, amor por la Iglesia, sensibilidad social, y una fe encarnada en belleza y en obras. Un santo que nos enseña a vivir la fe con inteligencia, con ternura y con toda el alma.

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    SAN CROMACIO DE AQUILEYA: UN PASTOR FIRME EN TIEMPOS BORRASCOSOS

    Con san Cromacio de Aquileya regresamos al corazón del cristianismo latino, en el norte del Imperio romano, después de haber explorado la riqueza espiritual de Oriente a través de Afraates y san Efrén. Obispo entre los años 388 y 407, Cromacio fue un verdadero pastor y maestro en una época marcada por crisis religiosas, invasiones bárbaras y fuertes conmociones sociales. Su figura se sitúa en la “edad de oro” de Aquileya, cuando esta ciudad —una de las más importantes del Imperio— era un centro activo de fe, cultura y fidelidad a la ortodoxia.

    Desde sus orígenes familiares, Cromacio estuvo inmerso en un ambiente cristiano ejemplar. San Jerónimo, que lo conoció personalmente, elogia a su madre, hermanas y hermano Eusebio como un verdadero modelo de vida evangélica. Elegido obispo tras la muerte de Valeriano, Cromacio heredó no solo una comunidad vibrante, sino también una Iglesia que había sufrido persecuciones y herejías. En su servicio pastoral, fue incansable en su defensa de la fe nicena frente al arrianismo, al tiempo que promovía una rica vida espiritual y una predicación accesible, cargada de imágenes y ternura.

    Su proximidad a grandes figuras como san Ambrosio, san Jerónimo o incluso san Juan Crisóstomo, que le escribió buscando su apoyo durante el destierro, revela el alcance de su autoridad y estima. En una época de inestabilidad y violencia, no fue sólo un predicador inspirado, sino también un centinela vigilante, siempre junto a su pueblo, alentándolo a confiar en la misericordia de Dios.

    Su obra, redescubierta en tiempos recientes, destaca por una sólida enseñanza teológica y espiritual. En sus homilías y comentarios al evangelio de san Mateo encontramos tres grandes núcleos: la Trinidad, el Espíritu Santo y el misterio de Cristo. Frente a la confusión doctrinal de su tiempo, Cromacio insistía una y otra vez en la verdad de la Encarnación: Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, asume la humanidad para elevarla. Y en este marco no podía faltar su constante referencia a la Virgen María, inseparable de la economía de la salvación y modelo de la Iglesia.

    Como buen pastor, sabía usar un lenguaje sencillo, evocador, accesible al pueblo. No desdeñaba las comparaciones vivas, como la barca sacudida por la tormenta o los peces sacados del mar. Desde esa cercanía con sus fieles, y consciente del dolor que provocaban los ataques de los bárbaros, los exhortaba a no desesperar y a mantenerse firmes en la fe y la oración. Su última exhortación, cargada de confianza en la victoria de Dios, resuena todavía hoy como una llamada al abandono confiado: “El Señor combatirá en vuestra defensa y vosotros estaréis en silencio”. San Cromacio nos recuerda que también nosotros, en tiempos confusos y cambiantes, estamos llamados a escuchar la Palabra, a vivir en comunión con la Iglesia, y a confiar sin reservas en el Dios que no abandona a su pueblo. ¿Estamos dispuestos a entrar en este Adviento con esa confianza sencilla y firme que nos invita a orar más y temer menos?

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    SAN EFRÉN EL SIRIO: TEÓLOGO DE FUEGO Y CÍTARA DEL ESPÍRITU SANTO

    En esta catequesis, el Papa Benedicto XVI nos acerca a una figura extraordinaria del cristianismo oriental: san Efrén el Sirio, un teólogo-poeta que vivió en el siglo IV y supo expresar las verdades de la fe con belleza y profundidad espiritual. Nacido en Nisibi en torno al año 306, fue testigo de una época convulsa marcada por la expansión del cristianismo en territorios semitas y por las tensiones con el Imperio persa. Tras la caída de su ciudad en manos de los persas, se estableció en Edesa, donde continuó su ministerio hasta morir en 373, contagiado mientras asistía a víctimas de la peste.

    Efrén vivió como diácono toda su vida, abrazando la virginidad y la pobreza, en una entrega silenciosa y fecunda. Su grandeza no se mide por cargos jerárquicos, sino por la profundidad de su servicio: alabanza, enseñanza, caridad.

    Lo que distingue a san Efrén es su forma de hacer teología: una teología en forma de himnos, de poesía, de canto litúrgico. No razona como los teólogos griegos, sino que contempla y canta el misterio con imágenes vivas, inspiradas en la naturaleza, la vida cotidiana y la Escritura. En su pensamiento, la doctrina no se separa de la oración, y la poesía se convierte en vehículo de la verdad.

    Sus himnos —aunque difíciles de traducir por la densidad de sus símbolos— tienen una potencia catequética y espiritual impresionante. En ellos, la Virgen María, la Encarnación, la Redención, la Eucaristía, la Creación y la Iglesia son presentadas con una hondura mística que supera cualquier tratado sistemático. Para Efrén, la Encarnación de Cristo en el seno de María no solo redime al hombre, sino que eleva la dignidad de la mujer y transforma el mundo entero. La creación, por su parte, no es algo separado de Dios, sino una Biblia abierta que habla de su sabiduría, de su belleza, de su amor.

    Su teología es paradójica y simbólica, abierta al misterio. No pretende explicarlo todo, sino contemplarlo en adoración. Y lo hace con imágenes tan poderosas como la del fuego escondido en el pan eucarístico, o la de la perla que refleja la luz indivisible del Hijo de Dios. Con un lenguaje poético, anticipa incluso el lenguaje de los concilios cristológicos del siglo V, mostrando que la belleza es también un camino hacia la verdad.

    La figura de san Efrén nos invita hoy a redescubrir la dimensión contemplativa y estética de la fe, a escuchar la Palabra con los ojos del corazón, a dejar que el Evangelio no solo se comprenda, sino que también nos conmueva. Nos recuerda que la liturgia y la caridad, el canto y la doctrina, el estudio y la oración deben estar siempre entrelazados.

    En un mundo que a menudo separa la razón de la belleza, la verdad de la emoción, san Efrén nos ofrece un testimonio actualísimo: el de un cristianismo incendiado de amor, donde la verdad se canta y se sirve.

    ¿Dejas que la belleza de la fe encienda también tu corazón?

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    AFRAATES, EL SABIO: UNA VOZ ANTIGUA QUE SIGUE RESONANDO

    En esta catequesis, el Papa Benedicto XVI nos guía hacia las raíces semíticas del cristianismo, presentando la figura de Afraates, uno de los primeros grandes autores de la Iglesia siríaca. Su enseñanza, profundamente bíblica, nacida en un ambiente aún muy cercano al judaísmo, nos ofrece un rostro del cristianismo despojado de influencias filosóficas griegas, profundamente evangélico y pastoral.

    Afraates se define a sí mismo como “discípulo de la sagrada Escritura”. Para él, la Palabra de Dios no es objeto de especulación sino fuente de vida, luz para el camino del creyente, alimento del alma. En sus “Exposiciones”, escritas con lenguaje sobrio pero penetrante, trata los temas fundamentales de la vida cristiana: la fe, la oración, el ayuno, la caridad, la humildad. Todo ello con una notable frescura espiritual, que revela una profunda experiencia interior.

    Una imagen que recorre sus escritos es la del Cristo médico: el pecado es una herida, y la penitencia es su medicina. El cristiano es aquel que, sin vergüenza, busca la curación en Cristo, reconociendo su debilidad. Y la oración, lejos de ser algo puramente verbal o ritual, es una forma de vida: consiste en dejar que Cristo habite en el corazón, en consolar al afligido, perdonar, servir al pobre. La oración auténtica —dice Afraates— “es fuerte cuando está llena de la fuerza de Dios”.

    También subraya con fuerza el valor de la humildad, como virtud que permite al hombre elevar su alma hacia lo alto, sin dejar de tener los pies en la tierra. No se trata de despreciarse, sino de reconocer la verdad de la propia condición y dejar que Dios actúe. La humildad no empequeñece al hombre: lo hace habitable por la grandeza de Dios.

    Afraates nos recuerda, en definitiva, que la fe cristiana nace en el corazón y se vive en lo cotidiano, en la fidelidad, en la austeridad gozosa, en la caridad concreta, en la unión entre oración y acción. En tiempos de confusión o superficialidad, su figura nos invita a volver a las fuentes: la Escritura, la oración sincera, el servicio humilde.

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    SAN JERÓNIMO (II): UN CORAZÓN INFLAMADO POR LA PALABRA

    En esta segunda catequesis dedicada a san Jerónimo, el Papa Benedicto XVI profundiza en la gran pasión que animó toda la vida de este Padre de la Iglesia: el amor por la Sagrada Escritura. Si en la primera parte lo veíamos como traductor incansable y monje erudito, ahora se subraya con fuerza su empeño por enseñar, vivir y transmitir la Biblia como fuente de vida para toda la Iglesia.

    San Jerónimo entendió que la Biblia no es un libro entre otros, sino el lugar del encuentro con Cristo mismo. En sus cartas, discursos y comentarios, insiste sin cesar en que el verdadero conocimiento de Cristo sólo puede darse a través de un contacto asiduo y orante con las Escrituras. De ahí su famosa frase: “Ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo”, que el Concilio Vaticano II quiso hacer suya en la constitución Dei Verbum.

    Pero este contacto con la Palabra no es meramente intelectual. Es una escuela de santidad y un arte de vivir. Jerónimo exhorta a todos —clérigos, padres, jóvenes y mujeres consagradas— a sumergirse en la Escritura para aprender a pensar, a orar y a obrar según Dios. Para él, el estudio bíblico debe ir acompañado de la oración, de la conversión del corazón, de la obediencia al Magisterio y de una vida coherente. La Escritura no se interpreta con arrogancia individual, sino en comunión con la Iglesia, bajo la guía del Espíritu.

    El santo de Belén se muestra también como un pedagogo lúcido y exigente: conoce la importancia de la educación desde la infancia, el papel insustituible de los padres y el valor formativo de la cultura clásica. De forma especialmente notable para su época, defiende el derecho de la mujer a una educación completa, espiritual e intelectual, convencido de que la dignidad cristiana exige formar a toda persona en la libertad y la verdad.

    Con su testimonio apasionado, Jerónimo nos recuerda que la Biblia no es letra muerta, sino Palabra viva que transforma, ilumina y conduce a la vida eterna. Leerla es dialogar con Dios; vivirla es dejar que esa Palabra nos haga a su imagen. En tiempos de confusión y superficialidad, su figura nos urge a reencontrar en la Escritura la raíz profunda del pensamiento cristiano, el alimento del alma y la brújula segura de todo discernimiento. A través de él, la Iglesia entera se vuelve a preguntar: ¿cómo vivir sin la Palabra que da sentido a todo? ¿Cómo anunciar a Cristo sin conocerle a través de las Escrituras?