• Iglesia Primitiva

    PABLO DE TARSO: LA IGLESIA COMO CUERPO Y ESPOSA DE CRISTO

    En esta última catequesis dedicada a san Pablo, Benedicto XVI aborda el tema central de la Iglesia, mostrando su profunda importancia en la vida y pensamiento del Apóstol. El primer encuentro de Pablo con Cristo fue, paradójicamente, a través de la comunidad cristiana de Jerusalén, a la que inicialmente persiguió con violencia. Sin embargo, su conversión en el camino de Damasco supuso no solo un giro hacia Cristo, sino también hacia la Iglesia, a la que el Resucitado se identifica plenamente: “¿Por qué me persigues?”, le dijo Jesús. Desde entonces, la Iglesia se convirtió en una dimensión esencial de su misión y doctrina.

    Pablo fundó varias comunidades cristianas en su labor misionera, manteniendo con ellas una relación viva y afectuosa. No era un vínculo institucional, sino entrañable, paternal y maternal a la vez. Veía en cada comunidad un signo viviente del Evangelio y expresaba su amor con imágenes entrañables: “mi gozo y mi corona”, “carta escrita en nuestros corazones”, “hijos por quienes sufro dolores de parto”. En sus cartas, desarrolló una imagen teológica de la Iglesia profundamente original: la describió como “Cuerpo de Cristo”. Esta unión se fundamenta en la Eucaristía, donde los creyentes, al participar del mismo pan, son transformados en un solo cuerpo con Cristo y entre sí.

    Además, el Apóstol destacó la diversidad de carismas que enriquecen la Iglesia, todos procedentes del Espíritu, y exhortó a que se vivan en unidad y mutua edificación. Si bien reconocía la espontaneidad del Espíritu, subrayaba que todo debía hacerse para fortalecer la comunión eclesial. Asimismo, presentó a la Iglesia como la Esposa de Cristo, amada y llamada a corresponder con fidelidad. Esta imagen expresa la profundidad del vínculo entre el Señor y su pueblo, y subraya tanto la intimidad como la exigencia del amor recíproco.

    En definitiva, Pablo concibe la Iglesia como una comunión viva: vertical, con Cristo, y horizontal, entre todos los que invocan su nombre. La meta, dice el Papa, es que nuestras comunidades reflejen la presencia de Dios con tal claridad que incluso los no creyentes, al vernos reunidos, puedan exclamar: “Verdaderamente, Dios está con vosotros”. Así, Pablo nos enseña que amar a Cristo es inseparable de amar a su Iglesia y vivir en ella como miembros activos y comprometidos.

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    PABLO DE TARSO: EL ESPÍRITU QUE HABITA EN NOSOTROS

    En esta tercera catequesis sobre san Pablo, Benedicto XVI profundiza en la doctrina del Apóstol sobre el Espíritu Santo. Si bien el libro de los Hechos destaca el papel del Espíritu como impulso misionero en Pentecostés, Pablo complementa esta visión mostrando cómo el Espíritu actúa en lo más íntimo del ser humano. El Espíritu, enviado por Dios a nuestros corazones, no sólo transforma nuestra acción, sino también nuestro ser, configurándonos como hijos adoptivos capaces de llamar a Dios “Abbá, Padre”.

    Esta filiación divina —don recibido en el Bautismo y la Confirmación— define la identidad cristiana desde dentro. Para Pablo, el Espíritu no es solo el de Dios, sino también el “Espíritu de Cristo”, pues el Resucitado lo comunica a sus discípulos haciéndolos partícipes de su vida misma. Esta unión con Cristo, mediada por el Espíritu, no es sólo doctrina sino experiencia viva: el Espíritu se convierte en el alma de nuestra alma, intercediendo por nosotros, moviendo nuestra oración, orientándonos hacia el amor y la comunión.

    El Papa señala que el Espíritu es quien derrama el amor de Dios en nuestros corazones y que, según Pablo, el primer fruto del Espíritu es precisamente ese amor, seguido de la alegría, la paz y la unidad. Gracias a él, el cristiano participa en la comunión del Dios trino y es impulsado a construir relaciones fraternas dentro y fuera de la comunidad. El Espíritu Santo, así, no es una fuerza lejana, sino una presencia activa que nos transforma y que, al mismo tiempo, anticipa y garantiza la herencia eterna prometida por Dios.

    Esta enseñanza de san Pablo invita a cultivar una vida espiritual abierta a las mociones del Espíritu, acogiendo su acción en el día a día. Con él, el cristiano se convierte en un templo vivo, capaz de vivir en comunión con Dios y de irradiar amor a los demás. Así, el Espíritu no sólo sostiene la oración y la fe, sino que anima una existencia marcada por la esperanza, el servicio y la caridad auténtica.

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    PABLO DE TARSO: VIVIR EN CRISTO, VIVIR POR LA FE

    En esta segunda catequesis dedicada a san Pablo, Benedicto XVI subraya cómo la figura del Apóstol gira por completo en torno a Jesucristo. Tras su conversión, Cristo se convierte en el centro de su vida y de su predicación, como lo demuestra la frecuencia con la que aparece su nombre en sus cartas. Para Pablo, la justificación —ser hechos justos ante Dios— no se alcanza por nuestras obras, sino por la fe en Cristo, en su muerte y resurrección. La salvación no es fruto del mérito humano, sino de la gracia de Dios que actúa en quienes creen.

    El Papa explica que este descubrimiento supuso para Pablo un giro radical: ya no vive para sí mismo, sino para Cristo, que lo amó y se entregó por él. El creyente, por tanto, se configura con Cristo, no sólo aceptando su enseñanza, sino participando vitalmente en su muerte y resurrección. Esta unión con Cristo no es solo exterior, sino interior y profunda: el cristiano “está en Cristo” y Cristo “está en él”, lo que implica una compenetración real, casi mística, de vida y sufrimiento.

    Benedicto XVI destaca también que esta identidad cristiana no puede vivirse sin humildad y adoración, sabiendo que todo se debe a la gracia divina. A la vez, esta misma gracia otorga una confianza radical: nada puede separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo. La libertad cristiana, por tanto, no es orgullo, sino entrega agradecida; no es autosuficiencia, sino comunión vivida en alegría.

    Así, san Pablo se convierte en un modelo para todo cristiano: alguien que ha dejado de buscar su propia justicia para vivir plenamente unido a Cristo. Su fe no es teoría, sino existencia transformada, sostenida por la certeza de que todo lo puede en Aquel que le da fuerza. Esta convicción profunda es la que debe animar también nuestra vida cotidiana.

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    PABLO DE TARSO: EL APÓSTOL ALCANZADO POR CRISTO

    Tras concluir las catequesis sobre los Doce Apóstoles, Benedicto XVI inaugura un nuevo ciclo centrado en figuras clave de la Iglesia primitiva, comenzando por san Pablo. Llamado directamente por el Resucitado, Pablo destaca por su inmensa talla espiritual e intelectual. Fue judío de la diáspora, originario de Tarso, formado en Jerusalén bajo el rabino Gamaliel, y trabajador manual. Al principio, persiguió a los cristianos con celo, hasta que, camino de Damasco, tuvo un encuentro transformador con Cristo, que lo convirtió en «apóstol por vocación».

    Pablo no fue simplemente un converso, sino un hombre radicalmente transformado por la gracia. Él mismo afirma que todo lo que antes consideraba valioso lo estimó como pérdida tras su encuentro con Cristo. Desde entonces, dedicó su vida entera a anunciar el Evangelio, viviendo en profunda comunión con Jesús y esforzándose por llegar a todos, sin distinción. Su vida apostólica fue marcada por una visión universal de la salvación, destinada tanto a judíos como a gentiles.

    Desde la Iglesia de Antioquía, Pablo emprendió viajes misioneros por Asia Menor y Europa, fundando comunidades cristianas en ciudades clave como Éfeso, Corinto y Tesalónica. A pesar de las innumerables dificultades —persecuciones, naufragios, hambre, traiciones—, perseveró con fortaleza, sostenido por el amor a Cristo. Su deseo era llevar el Evangelio hasta los confines del mundo conocido, incluso hasta España.

    El testimonio de Pablo culminó en su martirio en Roma, donde sus restos son venerados. Benedicto XVI concluye recordando que el Apóstol no se apoyaba en sus propias fuerzas, sino en la urgencia del amor de Cristo. Su vida, entregada hasta el final, es un modelo para todos los cristianos, y su exhortación sigue vigente: “Sed mis imitadores, como yo lo soy de Cristo” (1 Co 11, 1).