En su etapa como obispo de Constantinopla, san Juan Crisóstomo llevó hasta las últimas consecuencias su visión pastoral: una vida coherente con el Evangelio no sólo en el templo, sino también en el hogar, en la ciudad, en las estructuras sociales. Su reforma fue tan profunda como incómoda, porque partía de la convicción de que el cristianismo no es un barniz moral, sino una transformación radical de la vida personal y comunitaria. Por eso, atacó el lujo excesivo, la indiferencia ante los pobres y los abusos de poder, tanto en el clero como en la corte imperial.
Su lucha por la justicia y la caridad se plasmó en obras concretas —hospitales, albergues, centros de ayuda— y en una liturgia viva, hermosa, accesible, donde el pueblo podía experimentar la belleza de la fe. Pero también le valió enemigos poderosos: el patriarca de Alejandría, obispos corruptos, y la misma emperatriz Eudoxia. Así comenzó para él un largo y penoso calvario de destierros, humillaciones y abandono, que culminó con su muerte en el exilio. Aun en la distancia, su voz no se apagó: sus cartas muestran a un pastor que sigue cuidando a su rebaño con ternura, claridad y entrega.
San Juan nos deja una visión amplia y luminosa de Dios: el Creador que se hace cercano, que habla al hombre en la Escritura, que se encarna para salvarlo, y que actúa dentro de él por medio del Espíritu. Desde esta experiencia nace su propuesta de una nueva sociedad: no una polis antigua, fundada sobre la exclusión, sino una ciudad nueva, donde cada persona —rica o pobre, esclavo o libre— es reconocida como hijo de Dios. Esta visión cristiana de la sociedad, donde todos son hermanos, está en la base de su aportación a la doctrina social de la Iglesia.
Al final de su vida, en el lugar más desolado del Imperio, san Juan no maldice su suerte ni reclama venganza. Su palabra final, tras una vida entregada a la Verdad y marcada por la cruz, es un eco del alma profundamente unida a Dios: «¡Gloria a Dios por todo!». En él resplandece la fuerza de quien supo unir palabra y vida, predicación y sacrificio, fe y justicia, haciendo del Evangelio una realidad viva y transformadora. Hoy, su testimonio sigue siendo guía y desafío para una Iglesia que quiere ser luz en medio del mundo.