En tiempos de confusión y poderosos intereses políticos, cuando incluso en la Iglesia se buscaba evitar conflictos a costa de la verdad, san Máximo el Confesor supo mantenerse firme. No con soberbia, sino con la valentía humilde del que sabe que defender a Cristo verdadero Dios y verdadero hombre no es una cuestión académica, sino una cuestión de salvación.
Máximo no fue solo un pensador brillante, sino un testigo fiel que selló con su carne lo que había confesado con sus escritos: que Cristo tenía voluntad humana y divina, porque de otro modo no habría redimido al hombre completo. Frente a una teología que simplificaba a Jesús hasta hacerlo irreconocible, Máximo defendió que sólo la voluntad libre de Cristo, plenamente humana y plenamente unida a la del Padre, podía reparar el desgarrón del pecado. Su testimonio, iluminado por el drama de Getsemaní, nos muestra que la verdadera libertad se expresa en el “sí” a Dios, no en la autonomía cerrada del “no”.
La doctrina de san Máximo no es una abstracción. Es una visión total del mundo: el cosmos, el hombre y la historia encuentran su unidad en Cristo, el Verbo encarnado. En su teología, que el teólogo Hans Urs von Balthasar describió como una liturgia cósmica, adorar a Dios no es huida del mundo, sino el acto que comienza su transformación real.
Hoy, ante una cultura que relativiza todos los valores, san Máximo nos recuerda que sólo Cristo da sentido pleno a la libertad, a la verdad y al diálogo. Y que vivir en obediencia a la voluntad de Dios no anula al hombre, sino que lo llena, lo redime y lo transforma en puente entre Dios y la creación. Por eso, su palabra sigue siendo actual: «Adoramos a un solo Hijo, en unión con el Padre y el Espíritu Santo… ahora y por todos los siglos».