El Salmo 134 nos invita a un acto de alabanza comunitaria y litúrgica, en el que el pueblo de Israel se une para glorificar a Dios en el templo. Este himno se abre con una cálida llamada a los «siervos del Señor» que se encuentran en los atrios de la casa de Dios, el lugar privilegiado de encuentro con su presencia. En este contexto sagrado, se celebra la bondad de Dios, el Dios que ha elegido a Israel y ha hecho una alianza con su pueblo. Este llamado a la alabanza es un reconocimiento de la cercanía de Dios y de su bondad infinita, un Dios cuya acción está continuamente presente tanto en la creación como en la historia de su pueblo.
La estructura del himno es profundamente teológica, ya que, después de la invitación, un solista proclama un «Yo sé» que revela la esencia de la fe israelita: la omnipotencia de Dios, que se manifiesta en los cielos, en la tierra, en los mares y en los vientos. Dios es quien controla las fuerzas de la naturaleza, y nada escapa a su dominio. Esta proclamación subraya su poder como creador y soberano de todo lo visible y lo invisible. Sin embargo, lo que realmente destaca en esta oración es la intervención redentora de Dios en la historia de su pueblo.
El salmo recuerda las grandes obras que Dios realizó para liberar a Israel: las plagas de Egipto, las victorias en el desierto y finalmente, la entrega de la tierra prometida. Estos eventos son vistos como la manifestación de la fidelidad divina hacia su pueblo. La liturgia, al evocar estos hechos, no solo rememora el pasado, sino que los hace presentes y eficaces para el pueblo de Dios. Esta memoria activa de las obras de Dios es una forma de experimentar su amor y protección de manera tangible en la vida cotidiana.
San Clemente Romano, en su Carta a los Corintios, recoge este espíritu de alabanza y lo orienta hacia el futuro, apuntando a la protección divina que se ha alcanzado plenamente en Cristo. Él escribe: «Oh Señor, muestra tu rostro sobre nosotros para el bien en la paz», una oración que refleja el anhelo de paz y concordia que surge de la acción redentora de Dios. La oración de Clemente, escrita en el siglo I, resuena hoy con la misma fuerza, invitándonos a pedir la paz y la protección de Dios en nuestras vidas. Así como Dios estuvo con Israel en el pasado, está con nosotros hoy, en Cristo, quien es nuestro sumo sacerdote y protector.
Este Salmo nos recuerda que la alabanza a Dios no es solo una acción de gratitud, sino también una proclamación de su acción redentora, que se extiende desde el pasado hasta el presente, culminando en Cristo. La invocación del salmo, «Oh Señor, haz resplandecer tu rostro sobre nosotros», es una oración que podemos hacer nuestra cada día, pidiendo a Dios que nos conceda la paz y la protección en nuestras vidas, como lo hizo con sus antiguos fieles.