Laudes y Visperas

SALMO 131: LA PROMESA DIVINA Y LA ENCARNACIÓN DEL VERBO

En esta segunda parte del Salmo 131, se resalta el juramento de Dios a David, una promesa que subraya la fidelidad y constancia divina a lo largo de la historia. En respuesta al juramento de David, quien había prometido no descansar hasta encontrar un lugar para el arca del Señor, Dios garantiza la estabilidad de la descendencia davídica, pero con la condición de que sus hijos guarden su alianza. Este compromiso mutuo entre Dios y el pueblo resalta la necesidad de una colaboración activa entre lo divino y lo humano: la fidelidad de Israel y su adhesión a la voluntad divina son esenciales para que la promesa se cumpla plenamente.

El Salmo nos describe los efectos de esta fidelidad: la presencia de Dios en Jerusalén se traduce en bendiciones abundantes para el pueblo. Las cosechas serán fecundas, los pobres serán alimentados, los sacerdotes protegidos, y todos vivirán con alegría y confianza. Sin embargo, la promesa se extiende especialmente a David y su descendencia, a quienes Dios otorgará un poder y gloria inquebrantables. Se menciona el «Ungido» de Dios, un título que, en la interpretación cristiana, se cumple de manera plena en la figura de Jesucristo, el Mesías. En este contexto, la descendencia de David se conecta con la figura del Cristo, quien, como el «vástago» de la casa de David, trae consigo la victoria sobre los enemigos y la redención definitiva del mal.

De manera significativa, el Salmo 131 refleja la presencia de Dios tanto en el espacio, representada por el templo y el arca, como en la historia, en la persona del rey ungido. Este tema de la presencia de Dios con su pueblo alcanza su culminación en la revelación del Dios-Emmanuel, quien se encarna en la persona de Jesucristo. Como expresa el evangelio de Juan, «El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1, 14), una verdad que anticipa el misterio de la Encarnación ya implícito en el Salmo.

Los Padres de la Iglesia, como san Ireneo, vieron en las palabras del Salmo una profecía de la Encarnación del Verbo en el seno de la Virgen María. La promesa hecha a David de que un rey surgiría del «fruto de su vientre» se cumple plenamente en María, quien, siendo virgen, da a luz al Mesías, como testifica Isabel en el Evangelio: «Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre» (Lc 1, 42). Este es el cumplimiento de la promesa de Dios a David, mostrando cómo el misterio de la Encarnación se conecta profundamente con la tradición israelita y la fidelidad divina.

Al contemplar este Salmo, vemos cómo la fidelidad de Dios, que se manifiesta en la promesa a David, es nuestra fuente de esperanza. Esta promesa culmina en la Encarnación de Cristo, quien, al habitar entre nosotros, nos trae la salvación y nos ofrece la verdadera alegría en medio de los altibajos de la historia.

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