• Laudes y Visperas

    EL CÁNTICO NUEVO Y LA UNIDAD EN CRISTO

    Hoy concluye la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos, un tiempo durante el cual hemos meditado sobre la importancia de pedir al Señor el don de la unidad plena entre todos los discípulos de Cristo. La oración es un medio esencial para hacer más sincero y fructífero el compromiso ecuménico de las Iglesias y comunidades eclesiales. Al continuar nuestra reflexión sobre el Salmo 143, que la liturgia de las Vísperas divide en dos partes (vv. 1-8 y vv. 9-15), encontramos que el segundo movimiento está marcado por la figura del «Ungido», el «Consagrado» por excelencia, Jesucristo, quien atrae a todos hacia sí para hacer de todos «uno» (cf. Jn 17, 11. 21). En este contexto, la visión de la paz y la prosperidad, símbolos de la era mesiánica, adquiere un profundo sentido.

    El cántico se describe como «nuevo», no en el sentido de palabras novedosas, sino en el sentido bíblico de la plenitud última que sella la esperanza (cf. v. 9). En él se canta la meta de la historia, cuando la voz del mal, representado por «falsedades» y «juramentos en falso» (cf. v. 11), será silenciada. Tras este contraste, se presenta la dimensión positiva, un futuro luminoso que se articula en escenas de vida social que también pueden inspirar la creación de una sociedad más justa.

    La familia, en primer lugar, es descrita como una fuente de vitalidad, donde los hijos son comparados con árboles robustos y las hijas con columnas que sostienen el hogar (cf. v. 12). A continuación, se extiende a la vida económica y al campo, con sus frutos, praderas llenas de rebaños y campos fértiles (cf. vv. 13-14). Finalmente, la visión se amplía a la ciudad y la comunidad civil, donde la paz y la tranquilidad pública prevalecen. Desaparecen las brechas en las murallas, las incursiones de los invasores y los gemidos de las víctimas de la guerra (cf. v. 14).

    Este retrato de un mundo diferente, pero posible, está encomendado tanto a la obra del Mesías como a la del pueblo de Dios. Todos, bajo la guía de Cristo, debemos trabajar por la armonía y la paz, renunciando al odio, la violencia y la guerra. Sin embargo, para lograr esto, es necesario tomar una decisión: ponernos del lado del Dios del amor y la justicia. Así, el Salmo concluye con la afirmación: «Dichoso el pueblo cuyo Dios es el Señor», ya que Dios es la fuente de todos los bienes. Solo un pueblo que conoce a Dios y defiende los valores espirituales y morales puede llegar a una paz profunda y convertirse en una fuerza de paz para el mundo.

    El «cántico nuevo» al que nos invita el salmo resuena con la novedad de la nueva alianza, Cristo y su Evangelio. San Agustín, al comentar este salmo, interpreta las palabras «tocaré para ti el arpa de diez cuerdas» como la ley compendiada en los diez mandamientos, pero señala que estas «cuerdas» solo vibran correctamente si se tocan con la caridad del corazón. La caridad es la plenitud de la ley, y quien vive los mandamientos en el espíritu de la caridad realmente canta el «cántico nuevo». Este «cántico nuevo» es el amor que nos une a los sentimientos de Cristo, creando un «mundo nuevo» que se basa en la paz, la armonía y la unidad.

    Este salmo nos invita a cantar con un corazón nuevo, viviendo los mandamientos como una expresión del amor, contribuyendo así a la paz y la armonía en el mundo. Es un llamado a cantar con los sentimientos de Cristo, creando juntos un mundo más justo y fraterno.

  • Laudes y Visperas

    EL SEÑOR QUE “INCLINA SU CIELO Y DESCIENDE”

    En este momento de nuestra meditación sobre el Salterio, llegamos al Salmo 143, un himno regio que se presenta en dos partes durante las Vísperas. La primera parte (vv. 1-8) resalta una característica literaria del salmo, que reinterpreta pasajes de otros textos sálmicos en un nuevo contexto de alabanza y oración. Este salmo refleja una época posterior al exilio babilónico, donde la figura del rey exaltado ya no corresponde al soberano davídico, sino al «Mesías» en su sentido pleno, al que los cristianos reconocemos como Jesucristo, «hijo de David, hijo de Abraham» (Mt 1, 1).

    El himno comienza con una bendición dirigida a Dios, exaltado en una serie de títulos salvíficos: roca, alcázar, refugio, liberación y escudo. Estas imágenes subrayan la cercanía de Dios como protector ante las adversidades, armando al fiel para luchar contra las fuerzas oscuras del mundo. Ante este Dios omnipotente, el orante, aunque rey, se reconoce débil y frágil, describiéndose como «un soplo», «una sombra que pasa» (Sal 143, 4). En este punto surge la pregunta: ¿por qué Dios se interesa por una criatura tan efímera y limitada? La respuesta es una manifestación grandiosa de la teofanía, donde el poder divino se revela en fenómenos cósmicos y acontecimientos históricos, mostrando la trascendencia de Dios, Rey del ser, del universo y de la historia.

    En nuestra reflexión, consideramos la profesión de humildad del salmista, a la que Orígenes, en su comentario al Salmo, se refiere al recordar que, en términos humanos, «el hombre no es nada». La vanidad de nuestra existencia es una realidad que nos lleva a la asombrosa pregunta: «Señor, ¿qué es el hombre para que te fijes en él?» Para Orígenes, la respuesta está en el hecho de que el hombre es capaz de conocer a su Creador, una capacidad que lo diferencia de las demás criaturas. Este conocimiento, para el cristiano, no es abstracto ni teórico; es una relación viva con Dios, una amistad.

    Orígenes destaca que, para salvar a la humanidad, Dios tuvo que tomar sobre sí misma nuestra miseria. En un gesto de amor y humildad, «ha inclinado su cielo y ha descendido», una referencia clara a la Encarnación de Dios en Jesucristo. En la parábola de la oveja perdida, Orígenes ve reflejada la Encarnación: el pastor que toma sobre sus hombros la oveja perdida es el mismo Dios que se hace carne, se hace uno de nosotros, para llevarnos en su abrazo. De este modo, el conocimiento de Dios no es solo una idea, sino una realidad concreta que se ha hecho visible en Jesucristo, Dios hecho hombre.

    Este salmo nos lleva de la reflexión sobre nuestra fragilidad humana a la maravilla de la acción divina: el Dios-Emmanuel, que está con nosotros, que «ha inclinado su cielo y ha descendido» para compartir nuestra vida y salvarnos. Con gratitud, meditamos sobre este misterio de la Encarnación, reconociendo que Dios no está lejano, sino cercano, abrazándonos en nuestra debilidad y llevándonos hacia su salvación.