El Salmo 135, llamado «el gran Hallel», despliega en dos partes complementarias la acción misericordiosa de Dios. La primera, como vimos anteriormente, exalta la creación como un reflejo de su belleza y sabiduría. La segunda parte, que ahora meditamos, se centra en la historia de salvación, donde Dios actúa de manera directa y liberadora, mostrando su hesed, es decir, su amor fiel y misericordioso, en los acontecimientos de la historia humana.
El salmista recuerda los momentos fundamentales del éxodo: la liberación de Egipto, el paso por el mar Rojo y el camino por el desierto, símbolos de la victoria de Dios sobre la opresión y el mal. Estos hechos, que culminan en la entrada a la tierra prometida, reflejan la fidelidad de Dios a su alianza y anticipan la obra redentora de Cristo. Como lo expresan los Padres de la Iglesia, en Cristo se cumple la revelación divina, pues él es el don supremo del Padre, quien, al encarnarse, asumió nuestra humanidad para liberarnos del pecado y ofrecernos la vida eterna.
Este salmo nos invita a cultivar una memoria viva de los beneficios divinos. Aunque las pruebas y el sufrimiento puedan nublar nuestro corazón, el salmo nos enseña a redescubrir cada día la misericordia eterna de Dios. Esa misericordia no solo se manifiesta en las maravillas del cosmos o en los grandes hitos de la historia, sino también en la presencia constante de Cristo en la Eucaristía, su Palabra y nuestras vidas. Que este canto de alabanza despierte en nosotros un corazón agradecido y consciente de que, en cada momento, «es eterna su misericordia».