El Salmo 135, conocido como «el gran Hallel», es una alabanza grandiosa que el pueblo judío entonaba en la liturgia pascual. Su estribillo, «Es eterna su misericordia», resalta la palabra hebrea hesed, que trasciende nuestra traducción como «misericordia». Hesed expresa la relación amorosa, fiel y paternal que Dios establece con su pueblo. Este vínculo revela a un Dios que no es distante ni impasible, sino un Padre amoroso que acompaña y sostiene a sus criaturas, incluso en sus infidelidades.
La creación, como afirma el salmista, es el primer testimonio de este amor misericordioso. Los cielos, la tierra, el sol y las estrellas son signos visibles del hesed de Dios, una revelación cósmica accesible a toda la humanidad. Siguiendo la tradición bíblica y los Padres de la Iglesia, como San Basilio Magno, entendemos que la creación no es fruto del azar, sino de un plan amoroso y sabio. «En el principio creó Dios», afirma el Génesis, y esta declaración fundamenta nuestra comprensión del universo como un proyecto ordenado, cuya belleza refleja a su Creador.
En un tiempo donde el materialismo y el ateísmo intentan explicar el cosmos sin guía ni propósito, el Salmo 135 nos recuerda que todo tiene un origen en la Sabiduría divina, que es amor y bondad. Dejemos que esta verdad despierte nuestra razón y encienda nuestra fe. Al contemplar la creación, descubrimos el mensaje inscrito en ella: Dios, el autor de todo, nos invita a reconocer su misericordia eterna, una misericordia que no solo se manifiesta en el cosmos, sino también en el corazón de cada uno de nosotros.