• Iglesia Primitiva

    SAN JUAN CRISÓSTOMO (II): UNA REFORMA VIVA DEL CORAZÓN Y DE LA CIUDAD

    En su etapa como obispo de Constantinopla, san Juan Crisóstomo llevó hasta las últimas consecuencias su visión pastoral: una vida coherente con el Evangelio no sólo en el templo, sino también en el hogar, en la ciudad, en las estructuras sociales. Su reforma fue tan profunda como incómoda, porque partía de la convicción de que el cristianismo no es un barniz moral, sino una transformación radical de la vida personal y comunitaria. Por eso, atacó el lujo excesivo, la indiferencia ante los pobres y los abusos de poder, tanto en el clero como en la corte imperial.

    Su lucha por la justicia y la caridad se plasmó en obras concretas —hospitales, albergues, centros de ayuda— y en una liturgia viva, hermosa, accesible, donde el pueblo podía experimentar la belleza de la fe. Pero también le valió enemigos poderosos: el patriarca de Alejandría, obispos corruptos, y la misma emperatriz Eudoxia. Así comenzó para él un largo y penoso calvario de destierros, humillaciones y abandono, que culminó con su muerte en el exilio. Aun en la distancia, su voz no se apagó: sus cartas muestran a un pastor que sigue cuidando a su rebaño con ternura, claridad y entrega.

    San Juan nos deja una visión amplia y luminosa de Dios: el Creador que se hace cercano, que habla al hombre en la Escritura, que se encarna para salvarlo, y que actúa dentro de él por medio del Espíritu. Desde esta experiencia nace su propuesta de una nueva sociedad: no una polis antigua, fundada sobre la exclusión, sino una ciudad nueva, donde cada persona —rica o pobre, esclavo o libre— es reconocida como hijo de Dios. Esta visión cristiana de la sociedad, donde todos son hermanos, está en la base de su aportación a la doctrina social de la Iglesia.

    Al final de su vida, en el lugar más desolado del Imperio, san Juan no maldice su suerte ni reclama venganza. Su palabra final, tras una vida entregada a la Verdad y marcada por la cruz, es un eco del alma profundamente unida a Dios: «¡Gloria a Dios por todo!». En él resplandece la fuerza de quien supo unir palabra y vida, predicación y sacrificio, fe y justicia, haciendo del Evangelio una realidad viva y transformadora. Hoy, su testimonio sigue siendo guía y desafío para una Iglesia que quiere ser luz en medio del mundo.

  • Iglesia Primitiva

    SAN JUAN CRISÓSTOMO (I): EL PODER DE LA PALABRA Y LA VIDA

    En el corazón de la Iglesia de Oriente, el siglo IV vio florecer una de las voces más potentes y luminosas de la predicación cristiana: san Juan Crisóstomo, el “boca de oro”. A los dieciséis siglos de su muerte, sus homilías siguen resonando con la misma fuerza con la que conmovieron a los fieles de Antioquía y Constantinopla, y sus escritos —más de 700 homilías, tratados, cartas y comentarios— siguen iluminando con nitidez la relación entre doctrina y vida.

    Durante su etapa en Antioquía, antes de ser elevado al episcopado de Constantinopla, Juan se formó con profundidad, tanto en las disciplinas clásicas como en la vida ascética. La influencia de su madre Antusa, mujer de fe y templanza, y el rigor intelectual de su formación retórica bajo Libanio, lo convirtieron en un orador incomparable. Sin embargo, su verdadera pasión fue la Palabra de Dios, que estudió y meditó en soledad durante sus años de vida monástica, para luego volcarla con ardor misionero en su predicación pastoral.

    San Juan concibe su misión como una doble fidelidad: fidelidad a la verdad revelada, y fidelidad a la vida concreta del pueblo cristiano. Su predicación no es un ejercicio de retórica, sino el fruto de una vida alimentada por la oración y por el contacto íntimo con las Escrituras. Cada homilía, cada catequesis, busca formar al creyente para una vida nueva, plenamente coherente con la fe recibida. En su mirada, la educación cristiana comienza desde la infancia, se prolonga en la adolescencia, y encuentra su plenitud en el matrimonio vivido como “pequeña Iglesia”, donde la caridad y la unidad hacen visible el misterio de Dios.

    Para Crisóstomo, la liturgia es el centro irradiador de la vida cristiana: en ella, la comunidad se forma, la palabra ilumina, la Eucaristía transforma. En este contexto, cada bautizado participa del sacerdocio de Cristo, y con ello, de su misión. La vida cristiana, vivida en el seno de la familia y proyectada hacia la sociedad, es un llamado constante a la santidad, a la comunión y a la responsabilidad por los demás.

    Con su palabra ardiente y su ejemplo fiel, san Juan Crisóstomo nos recuerda que la verdad de la fe no se impone por fuerza, sino que resplandece con la vida transformada de quien la vive. Su voz, todavía hoy, nos urge a hacer de nuestras familias verdaderas “iglesias domésticas”, y de nuestras comunidades espacios donde la Palabra y la Caridad se encuentren como signos vivos del Reino.

  • Los Apostoles

    JUAN, EL VIDENTE DE PATMOS: LA ESPERANZA EN LA VICTORIA DEL CORDERO

    El Apocalipsis de San Juan nos ofrece una visión poderosa de la historia, vista desde la perspectiva de Dios. Escrito en tiempos de persecución y sufrimiento para la Iglesia, este libro no es solo una profecía sobre el futuro, sino una revelación del sentido profundo de la historia humana: el triunfo definitivo de Cristo.

    Juan nos presenta al Cordero inmolado y en pie (Ap 5, 6) como el centro de toda la visión. A pesar de haber sido asesinado, permanece firme, porque con su resurrección ha vencido a la muerte y participa plenamente del poder de Dios. Este mensaje es clave: Cristo, aparentemente débil y derrotado, es en realidad el Señor de la historia.

    El Apocalipsis también nos muestra la lucha entre la Mujer y el Dragón (Ap 12). La Mujer representa tanto a María como a la Iglesia, que, a lo largo del tiempo, da a luz a Cristo en el mundo, enfrentando la hostilidad del mal. Pero al final, no vence el Dragón, sino la Iglesia, que se transforma en la Nueva Jerusalén, donde ya no hay dolor ni muerte.

    A pesar de sus imágenes de sufrimiento y persecución, el Apocalipsis es un libro de esperanza. Su mensaje central es que la historia, aunque parezca caótica, está en manos de Dios. Por eso concluye con una de las oraciones más antiguas de la Iglesia: «Ven, Señor Jesús» (Ap 22, 20). Esta súplica no solo expresa la espera de su retorno glorioso, sino también la certeza de su presencia en cada Eucaristía y en la vida de los creyentes. Es una invitación a confiar en la victoria de Cristo y a vivir en la alegría de su amor.