Romano el Meloda, nacido hacia el año 490 en Siria, es uno de los grandes poetas y compositores de la Iglesia, un verdadero teólogo que supo transformar la fe en poesía y música. Como san Efrén en Oriente o san Ambrosio en Occidente, Romano representa ese tipo de evangelizador que, más que razonar, canta; que enseña con belleza y toca el corazón con la armonía de la fe vivida. En un mundo donde la predicación era una de las pocas formas de catequesis, Romano convirtió el ambón en un escenario para la Palabra hecha canto.
Su estilo catequético era sorprendente: himnos largos, llamados kontákia, declamados en forma de diálogo, con estribillos corales que facilitaban la participación del pueblo. Su lenguaje era cercano, accesible, lleno de imágenes poderosas. En sus composiciones se encuentran escenas conmovedoras como el diálogo entre María y Jesús camino al Calvario, o la tierna resistencia de Sara al mandato de sacrificar a Isaac. Todo su arte se apoyaba en una convicción profunda: la fe es amor, y el amor crea belleza.
Romano no especula sobre teorías abstractas. Habla del Cristo verdadero Dios y verdadero hombre, del Espíritu que impulsa a la Iglesia a evangelizar, de María como nueva Eva, y del juicio final como llamada urgente a la conversión. En su predicación resplandece una fe encarnada, una teología al alcance del pueblo, que no renuncia a la profundidad. Como él mismo dice: “Haz clara mi lengua, Salvador mío… que mi actuar sea coherente con mis palabras”.
Hoy, la Iglesia reconoce en Romano un testimonio luminoso de cómo la fe puede dar forma a la cultura. Sus cantos, como los iconos o las catedrales, no son cosas del pasado: siguen vivos donde hay fe viva. Su herencia nos recuerda que si la fe es verdadera, no se encierra en ideas, sino que canta, crea, embellece el mundo. Y así nos invita a seguir haciendo lo que la Escritura nos repite: Cantad al Señor un cántico nuevo.