Tras concluir las catequesis sobre los Doce Apóstoles, Benedicto XVI inaugura un nuevo ciclo centrado en figuras clave de la Iglesia primitiva, comenzando por san Pablo. Llamado directamente por el Resucitado, Pablo destaca por su inmensa talla espiritual e intelectual. Fue judío de la diáspora, originario de Tarso, formado en Jerusalén bajo el rabino Gamaliel, y trabajador manual. Al principio, persiguió a los cristianos con celo, hasta que, camino de Damasco, tuvo un encuentro transformador con Cristo, que lo convirtió en «apóstol por vocación».
Pablo no fue simplemente un converso, sino un hombre radicalmente transformado por la gracia. Él mismo afirma que todo lo que antes consideraba valioso lo estimó como pérdida tras su encuentro con Cristo. Desde entonces, dedicó su vida entera a anunciar el Evangelio, viviendo en profunda comunión con Jesús y esforzándose por llegar a todos, sin distinción. Su vida apostólica fue marcada por una visión universal de la salvación, destinada tanto a judíos como a gentiles.
Desde la Iglesia de Antioquía, Pablo emprendió viajes misioneros por Asia Menor y Europa, fundando comunidades cristianas en ciudades clave como Éfeso, Corinto y Tesalónica. A pesar de las innumerables dificultades —persecuciones, naufragios, hambre, traiciones—, perseveró con fortaleza, sostenido por el amor a Cristo. Su deseo era llevar el Evangelio hasta los confines del mundo conocido, incluso hasta España.
El testimonio de Pablo culminó en su martirio en Roma, donde sus restos son venerados. Benedicto XVI concluye recordando que el Apóstol no se apoyaba en sus propias fuerzas, sino en la urgencia del amor de Cristo. Su vida, entregada hasta el final, es un modelo para todos los cristianos, y su exhortación sigue vigente: “Sed mis imitadores, como yo lo soy de Cristo” (1 Co 11, 1).