Iglesia Primitiva

SAN AGUSTÍN (III): LA INQUIETUD DEL CORAZÓN Y LA LUZ DE LA RAZÓN

Una de las dimensiones más fascinantes de san Agustín es su incansable búsqueda de la verdad. En una época en que muchos jóvenes se sienten divididos entre razón y fe, el testimonio de este Padre de la Iglesia aparece con una claridad renovadora. San Agustín no aceptaba una fe ciega ni una razón sin alma. Su camino espiritual fue, de hecho, un constante diálogo entre ambas: la razón como apertura al misterio, y la fe como luz que no anula sino que plenifica la inteligencia.

Desde niño, Agustín conoció la fe cristiana por su madre Mónica. Pero en su juventud, se alejó de ella: no quería creer en algo que no pudiera también comprender. Buscaba una verdad con rostro, no una vaga hipótesis; un Dios cercano, que diera sentido a su vida. Fue este deseo profundo el que lo llevó primero al maniqueísmo y después al escepticismo, hasta que, gracias al encuentro con san Ambrosio y a la lectura renovada de las Escrituras, su mente y su corazón se abrieron finalmente a Cristo.

El descubrimiento de que en Dios se encuentra la verdad que ilumina la razón —y no la silencia— marcó toda su vida. Para Agustín, creer no es renunciar a pensar, sino abrir el corazón a una verdad más alta: cree para comprender; pero también comprende para creer. Así lo resumió él mismo con brillante sencillez. Esta síntesis entre fe y razón, tan amenazada en nuestro tiempo, fue para él la clave de una vida plenamente humana.

Pero la verdad no era para Agustín una idea abstracta, sino una Persona: Cristo, el Verbo encarnado. Es en Cristo donde el ser humano se encuentra verdaderamente consigo mismo. Porque, como él mismo escribió, quien está lejos de Dios también está lejos de sí. Por eso, su célebre confesión tiene aún hoy una potencia inolvidable: “Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”.

En Agustín se nos revela que el cristianismo no es un sistema cerrado, sino una vía abierta hacia la verdad más profunda de lo humano. No hay verdadero conocimiento de uno mismo sin apertura a Dios. Y no hay encuentro con Dios que no ilumine también el misterio del hombre. Su teología está tejida de experiencia y de oración, de búsqueda y de hallazgo. Por eso sigue hablándonos hoy, con una fuerza y una frescura que no envejecen.

En un mundo en que muchos buscan sentido y claridad, san Agustín nos recuerda que no estamos hechos para lo superficial. La verdad nos llama. Y su nombre es Cristo.

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