Iglesia Primitiva

SAN AGUSTÍN (IV): LA PALABRA ESCRITA DE UN CORAZÓN ENCENDIDO

El genio de san Agustín no sólo se manifestó en su conversión, su pensamiento o su servicio pastoral, sino también en su vasta obra escrita. Ningún otro Padre de la Iglesia nos ha dejado un legado literario tan amplio, profundo y duradero. Desde sus primeros escritos hasta los últimos, revisados con humildad antes de morir, Agustín escribió para dialogar con Dios y para hablar al corazón del hombre. En sus páginas sigue vivo.

El texto más conocido de san Agustín es, sin duda, Las Confesiones, esa autobiografía espiritual escrita como un canto a la gracia. Pero el título no remite sólo a la confesión de los pecados: confessio significa también alabanza, reconocimiento de la misericordia divina. Agustín contempla su pasado a la luz de Dios, y esa mirada le lleva a glorificar, no sus propios méritos, sino el amor paciente del Señor. Es un libro que no envejece, porque habla del alma humana con una intensidad inigualable.

Menos conocido pero igualmente revelador es el libro de las Retractaciones, donde revisa sus propios escritos con una sinceridad y una humildad que enseñan más que cualquier tratado. No se limitó a corregir errores: dio ejemplo de cómo la verdad no es posesión, sino camino continuo.

Junto a estas obras, san Agustín compuso otros textos que han marcado la historia del pensamiento. En La ciudad de Dios, escrito tras el saqueo de Roma por los godos, responde al desconcierto de muchos cristianos: no se puede identificar el Reino de Dios con ningún poder terreno. Frente a la ciudad de los hombres, construida sobre el amor propio, se alza la ciudad de Dios, edificada sobre el amor a Él. Este libro ofrece una mirada cristiana de la historia, que sigue siendo hoy una fuente luminosa para pensar la relación entre fe y sociedad.

En La Trinidad, Agustín aborda con profundidad y belleza el misterio central de la fe cristiana: un solo Dios en tres Personas. Y lo hace no como un ejercicio teórico, sino como una contemplación amorosa. La Trinidad no es un problema a resolver, sino una luz que transforma la vida.

A la vez, no descuidó nunca a los sencillos. El arte de catequizar o el Salmo contra los donatistas, escrito incluso con errores gramaticales voluntarios, muestran su deseo de llegar a todos, de hacer comprensible la fe sin traicionar su misterio. En este mismo espíritu se inscriben sus miles de homilías, muchas improvisadas, que se difundieron con rapidez por todo el mundo cristiano.

Agustín amaba los libros, pero no por afán de erudición, sino porque en ellos buscaba a Dios. Dejó una biblioteca, no un tesoro material. Su herencia no fue el oro, sino la sabiduría del Evangelio hecha palabra viva. Como escribió su amigo Posidio, san Agustín «no dejó nada, pero en sus escritos está aún vivo».

Y es verdad. Cuando lo leemos, cuando oramos con sus palabras, cuando lo escuchamos hablar desde sus páginas, san Agustín no es sólo un maestro del pasado. Es un testigo actual, cuya voz sigue despertando en nosotros —como él mismo dijo— el deseo de esa verdad que es Dios y que nunca envejece.

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