Iglesia Primitiva

SAN AGUSTÍN (II): LA VEJEZ DEL MUNDO Y LA ESPERANZA DEL CORAZÓN

En los últimos años de su vida, san Agustín quiso preparar su sucesión. El 26 de septiembre del año 426, ya anciano, presentó ante su comunidad de Hipona al sacerdote Heraclio, a quien había elegido como futuro obispo. Aquella jornada, llena de gratitud y emoción, refleja la lucidez y humildad del gran obispo africano. Sabía que el final se acercaba y deseaba dedicar sus últimos años al estudio más profundo de las Escrituras, la fuente de su vida interior y de su incansable servicio a la verdad.

Pero el final no fue tranquilo. En el año 429, los vándalos invadieron el norte de África y, en pocos meses, pusieron sitio a Hipona. En medio del caos, san Agustín no huyó ni se encerró en sí mismo. Sufría intensamente por la devastación de su tierra y por el sufrimiento de su pueblo, pero permanecía firme en la oración, en la atención a los más necesitados y en la reflexión sobre los misterios de la Providencia. Decía que, aunque el mundo envejece, Cristo permanece siempre joven. Era una forma de animar a los suyos a no perder la esperanza, a mantenerse firmes en la fe aun cuando todo parecía derrumbarse.

Durante el asedio, la casa-monasterio de san Agustín se convirtió en refugio de obispos y sacerdotes. Su biógrafo y amigo Posidio narra que, al enfermar, el obispo pidió retirarse a la oración y a la penitencia. Mandó colgar en la pared los salmos penitenciales escritos en grandes letras para poder recitarlos con lágrimas desde la cama. Murió el 28 de agosto del año 430, mientras la ciudad resistía los ataques. Su corazón, tan apasionado por la verdad, pudo finalmente descansar en Dios.

San Agustín no dejó tratados sistemáticos de teología como los entendemos hoy, pero su legado —una de las obras más extensas y fecundas de la historia cristiana— sigue vivo. Lo encontramos presente en cada página de sus Confesiones, de La ciudad de Dios, de sus sermones y de sus cartas. Sus palabras traspasan el tiempo. No hablan sólo al pasado, sino también a nuestro presente: a nuestra búsqueda, a nuestras luchas, a nuestra sed de verdad.

Y es que Agustín no es sólo una figura del pasado. En sus escritos habla aún hoy con fuerza. Nos invita a rejuvenecer en Cristo incluso cuando todo a nuestro alrededor parece en ruina. Nos recuerda que en medio de las tinieblas y del desgaste del mundo, la luz de Cristo sigue siendo joven, eterna, verdadera. A su lado, el corazón encuentra su descanso.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *