Después de las festividades navideñas, volvemos a nuestro camino junto a los Padres de la Iglesia con una figura que marca un antes y un después en la historia del pensamiento cristiano: san Agustín. Obispo de Hipona, pero sobre todo incansable buscador de la verdad, san Agustín no sólo es el más influyente de los Padres latinos, sino uno de los pilares sobre los que se construye la cultura occidental.
Nacido en el año 354 en el norte de África romana, en Tagaste, su vida es una síntesis prodigiosa de inquietud intelectual, sensibilidad espiritual y apasionamiento humano. Su madre, santa Mónica, dejó en él una semilla de fe que tardaría en germinar. Fascinado por la retórica, pronto alcanzó fama como maestro en Cartago, Roma y Milán, y se dejó seducir por el maniqueísmo, que le prometía una fe racional, sin el escándalo del sufrimiento. Pero su sed de verdad no hallaba reposo.
La lectura del Hortensius de Cicerón despertó en él el deseo de sabiduría. Pero sería el contacto con san Ambrosio en Milán lo que le abrió los ojos al misterio de Cristo y al sentido profundo de las Escrituras. Decepcionado por la rigidez filosófica del maniqueísmo, encontró en el cristianismo la plenitud de la verdad que anhelaba: el Logos eterno que se hizo carne, la belleza de Dios revelada en la humildad de la cruz.
Su conversión en el año 386 fue el fruto maduro de una larga búsqueda interior. A los 32 años fue bautizado por san Ambrosio en la Vigilia pascual del año 387. El hombre que había ambicionado el prestigio del mundo se retiró a la oración, al estudio de la Escritura y a una vida de comunidad. Poco después sería llamado al sacerdocio y consagrado obispo de Hipona, donde entregaría más de tres décadas de su vida al servicio de la verdad y del pueblo de Dios.
Desde su sede episcopal —una ciudad asediada al final de sus días por los vándalos— Agustín predicó, enseñó, escribió, dialogó y combatió las herejías que amenazaban la fe en la misericordia divina. Su vida interior, recogida de forma magistral en las Confesiones, permanece como una cima de la literatura espiritual de todos los tiempos: un diálogo con Dios donde la inquietud del corazón humano encuentra su descanso.
Agustín murió en el año 430 mientras oraba con los salmos penitenciales, aferrado a la misericordia de Dios. Nos ha dejado una herencia teológica inmensa, pero sobre todo un testimonio personal de conversión, búsqueda, humildad y amor apasionado por la verdad. En él brilla la belleza de una inteligencia al servicio de la fe, y una fe que nunca quiso renunciar a la razón.