• Los Apostoles

    LA SUCESIÓN APOSTÓLICA: PRESENCIA VIVA DE CRISTO EN LA IGLESIA

    La Tradición apostólica no es solo la transmisión de enseñanzas, sino la presencia viva de Cristo en su Iglesia a través de la sucesión apostólica. Desde el principio, los Apóstoles, llamados y enviados por el Señor, aseguraron la continuidad de su misión al asociar a otros en el ministerio, como Matías en lugar de Judas y posteriormente a Pablo y Bernabé. Con el tiempo, esta sucesión se consolidó en el ministerio episcopal, garantizando la fidelidad a la enseñanza recibida. Así, los obispos, como sucesores de los Apóstoles, son los garantes de la verdad del Evangelio y la comunión en la Iglesia.

    San Ireneo de Lyon, ya en el siglo II, subrayaba la importancia de esta sucesión episcopal como garantía de la fe auténtica, asegurando que la tradición apostólica ha sido transmitida sin interrupción a través de los obispos. De manera especial, señalaba la Iglesia de Roma, fundada por Pedro y Pablo, como referencia para la unidad de la fe. Este vínculo con la sucesión apostólica no es solo histórico, sino espiritual: es el Espíritu Santo quien actúa en la Iglesia a través de los sucesores de los Apóstoles, asegurando que la fe permanezca íntegra y viva en cada generación.

    Por tanto, la sucesión apostólica es el camino por el cual Cristo sigue presente en su Iglesia. A través de la palabra y el ministerio de los obispos, es Él quien nos habla y nos guía; mediante sus manos en los sacramentos, es Él quien actúa; en su mirada de pastor, es la mirada de Cristo la que nos envuelve. Esta certeza nos invita a confiar con gratitud y alegría en la Iglesia, donde Cristo sigue siendo el verdadero pastor y guardián de nuestras almas, acompañándonos hasta el fin de los tiempos.

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    LA TRADICIÓN APOSTÓLICA: EL EVANGELIO VIVO A TRAVÉS DEL TIEMPO

    La Tradición apostólica no es un conjunto de palabras o recuerdos del pasado, sino un río de vida que fluye desde Cristo hasta nuestros días, insertándonos en la historia de la salvación. Desde los orígenes de la Iglesia, los Apóstoles fueron los primeros depositarios de la revelación de Cristo, transmitiendo fielmente su enseñanza con la ayuda del Espíritu Santo. Como subraya el Concilio Vaticano II, la Tradición no solo conserva íntegra la verdad revelada, sino que la comunica a todas las generaciones a través de la predicación, la liturgia y la vida cristiana.

    Este mandato de transmitir la fe fue asumido por los Apóstoles y sus sucesores, quienes continuaron la misión de hacer discípulos a todas las naciones, bautizarlas y enseñarles todo lo que Cristo había mandado (Mt 28, 19-20). Desde san Pablo, que insistía en transmitir lo que él mismo había recibido, hasta los primeros Padres de la Iglesia como san Clemente Romano y Tertuliano, queda claro que la autenticidad de la fe se garantiza por la continuidad con los Apóstoles. Así, la Iglesia se mantiene unida a su origen y, al mismo tiempo, crece en la historia bajo la guía del Espíritu.

    La Tradición es, por tanto, el Evangelio vivo que nos hace contemporáneos de Cristo. A través del ministerio apostólico, el Resucitado sigue presente en su Iglesia, no como un recuerdo lejano, sino como una realidad viva que actúa en la comunidad de los creyentes. Esta certeza nos llena de alegría y esperanza: en la sucesión ininterrumpida de la fe, Cristo sigue iluminando nuestro camino y guiándonos hacia la plenitud del Reino.

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    LA TRADICIÓN: COMUNIÓN VIVA A LO LARGO DEL TIEMPO

    La Iglesia no solo une a los creyentes de un mismo tiempo y lugar, sino que abarca todas las generaciones pasadas, presentes y futuras en una única comunión. Esta dimensión de la fe, sostenida por el Espíritu Santo, permite que la experiencia del Resucitado que vivieron los Apóstoles siga siendo real y accesible en la vida de la Iglesia. La Tradición apostólica no es solo la transmisión de enseñanzas, sino la actualización constante de la salvación en la fe, la liturgia y la vida sacramental. Es el Espíritu Santo quien garantiza esta continuidad, asegurando que el don de Cristo permanezca vivo en su pueblo.

    El universalismo de la salvación se refleja en la misión confiada a los Apóstoles, quienes, asistidos por el Espíritu, son enviados a todas las naciones para hacer presente la obra redentora de Cristo. Desde el inicio de la Iglesia, el Paráclito guía a los Apóstoles y a sus sucesores en su labor evangelizadora, asegurando la autenticidad de su testimonio. En los Hechos de los Apóstoles vemos cómo el Espíritu y los enviados de Cristo actúan conjuntamente, sosteniendo la misión y constituyendo pastores para la grey, demostrando que la autoridad en la Iglesia no es solo una estructura humana, sino un don divino.

    Por tanto, la Tradición no es una simple transmisión de conocimientos del pasado, sino la presencia activa de Cristo en su Iglesia a lo largo de la historia. Es el vínculo que une la experiencia de fe de los Apóstoles con la de cada generación, permitiendo que el Evangelio siga siendo fuente de vida. La Tradición es como un río vivo que nos conecta con los orígenes y nos guía hacia la eternidad, cumpliendo la promesa de Cristo: «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20).

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    EL SERVICIO A LA COMUNIÓN EN LA IGLESIA

    Desde sus orígenes, la Iglesia ha sido edificada como una comunidad de comunión en la verdad y el amor, sostenida por el Espíritu Santo y guiada por los Apóstoles y sus sucesores. San Ireneo de Lyon destacaba que donde está la Iglesia, allí está también el Espíritu de Dios, quien la construye y le dona la verdad. Sin embargo, esta comunión no está exenta de pruebas y divisiones, pues desde los primeros tiempos han existido tensiones y desafíos a la unidad de la fe. Como advierte san Juan en sus cartas, la comunión solo es posible cuando se mantiene la fidelidad al Evangelio transmitido por Cristo.

    Para que la Iglesia conserve esta unidad en la verdad y en el amor, necesita un ministerio apostólico que la guíe con autoridad. La sucesión apostólica es un don del Espíritu, garantizando que la Iglesia permanezca fiel a Cristo y su enseñanza a lo largo del tiempo. En los Hechos de los Apóstoles se describe cómo la comunidad primitiva vivía esta comunión mediante la enseñanza de los Apóstoles, la fracción del pan y la oración, expresándose también en la caridad fraterna. Así, la comunión en la Iglesia no es solo una realidad espiritual, sino que se hace visible y concreta en la vida comunitaria.

    El ministerio apostólico es inseparable del servicio al amor, ya que la verdad y la caridad son dos aspectos de un mismo don divino. Los Apóstoles y sus sucesores no solo son custodios de la doctrina, sino también ministros de la caridad, asegurando que la Iglesia viva conforme al mandato de Cristo. Por ello, la comunidad cristiana está llamada a orar por los obispos y el Papa, para que sean auténticos testigos del Evangelio, guiando a la Iglesia en la fidelidad a la verdad y en la vivencia del amor. Así, la luz de Cristo seguirá iluminando la historia, asegurando que la comunión eclesial se mantenga viva y fecunda.

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    EL DON DE LA COMUNIÓN: UNIDAD EN CRISTO Y EN EL ESPÍRITU

    La Iglesia, fundada sobre los Apóstoles y continuada a través de sus sucesores, es ante todo un misterio de comunión que refleja la unidad del Dios Trinitario. Desde los primeros tiempos, como enseña san Clemente Romano, los Doce aseguraron la continuidad de su misión para que la comunidad cristiana viviera siempre en comunión con Cristo y en el Espíritu. Esta realidad, lejos de ser una simple organización humana, es el fruto del amor del Padre, de la gracia de Cristo y de la acción del Espíritu Santo, que nos une a todos en una misma vida. San Pablo lo expresa con claridad al desear a los creyentes “la gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo” (2 Co 13, 13).

    El Evangelio de san Juan profundiza en esta dimensión, mostrando cómo la comunión entre los hombres nace de la misma comunión entre el Padre y el Hijo. Jesús llama a sus discípulos a una unidad que refleje la suya con el Padre: “Que sean uno como nosotros somos uno” (Jn 17, 21-22). Esta comunión no es solo un ideal espiritual, sino la meta del anuncio cristiano: entrar en comunión con Dios y con los hermanos. Donde se rompe la comunión con Dios, se destruye la unidad entre los hombres, y viceversa. La Iglesia, como pueblo reunido en el amor trinitario, tiene la misión de hacer visible esta unidad en un mundo marcado por la fragmentación y el aislamiento.

    La Eucaristía es el alimento de esta comunión. En ella, Cristo nos une a sí mismo, al Padre, al Espíritu Santo y entre nosotros, anticipando el mundo futuro en el presente. Este don no solo nos acerca a Dios, sino que nos libera de la soledad y del egoísmo, haciéndonos partícipes del amor divino. En un mundo donde las divisiones y los conflictos son constantes, la comunión cristiana es la gran respuesta de Dios a la necesidad de unidad. La Iglesia, a pesar de sus fragilidades humanas, es una obra de amor que ofrece a todos la posibilidad de encontrar a Cristo y vivir en su luz hasta el final de los tiempos.

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    LOS APÓSTOLES: TESTIGOS Y ENVIADOS DEL REINO

    La Iglesia está cimentada sobre el testimonio de los Apóstoles, como atestiguan las Escrituras: san Pablo habla de ellos como fundamento, con Cristo como piedra angular (Ef 2, 20), mientras que el Apocalipsis presenta a los Doce como las bases de la Jerusalén celestial (Ap 21, 14). Todos los Evangelios coinciden en que la llamada de los Apóstoles marca el inicio del ministerio público de Jesús tras su bautismo en el Jordán. Ya sea junto al lago de Galilea o a orillas del Jordán, Jesús dirige su mirada y su palabra a los primeros discípulos, transformando su vida cotidiana en misión universal. Son llamados a ser “pescadores de hombres”, pero antes deben ser “expertos de Jesús”, conviviendo con él y conociéndolo de cerca.

    Las distintas narraciones evangélicas resaltan cómo cada uno de los discípulos es conducido a una relación personal con Cristo. Marcos y Mateo subrayan la prontitud con que estos pescadores abandonan sus redes para seguirlo. Lucas, en la escena de la pesca milagrosa, muestra el camino de fe que los lleva a comprender su nuevo cometido. Juan, por su parte, sitúa el primer encuentro en las orillas del Jordán, donde la pregunta “¿Dónde vives?” revela el deseo profundo de convivir con el Maestro y recibir de él una misión que nace de la cercanía y la experiencia directa.

    Inicialmente, Jesús centra su predicación y la de los Doce en “las ovejas perdidas de la casa de Israel”, cumpliendo así las profecías sobre la reunión del pueblo de la Alianza. Sin embargo, esta aparente restricción no contradice la dimensión universal de la salvación, pues tras la Resurrección el mandato se hace explícito: “Id por todo el mundo” (Mc 16, 15). Así, la misión de los Apóstoles pasa a ser un signo profético que, partiendo de Israel, se extiende a todas las naciones. De este modo, el anuncio del Reino y la reunión de todos los pueblos en la comunión con Cristo siguen siendo la tarea y la esperanza de la Iglesia en cada época.

  • Los Apostoles

    LA IGLESIA, REFLEJO VIVO DE LA VOLUNTAD DE CRISTO

    En esta catequesis se subraya cómo la Iglesia nace de la misma voluntad de Jesús y se fundamenta en la fe, la esperanza y la caridad de los Apóstoles. Desde el inicio, cuando Jesús llamó a unos sencillos pescadores de Galilea y los convirtió en “pescadores de hombres”, quedó claro que su misión no era solo invitar a la conversión personal, sino reunir y unificar al pueblo de Dios. De hecho, el Señor dirigió su mensaje primero a Israel, para luego extender la alianza y la salvación a todos los pueblos, superando visiones individualistas que limitan el Reino de Dios únicamente a la dimensión interna de cada persona.

    Un elemento decisivo de esa voluntad de Jesús es la institución de los Doce, acción profético-simbólica que remite a las doce tribus de Israel y anuncia la reconstitución definitiva del pueblo de Dios. Con ella, el Hijo de Dios hace partícipes a los Apóstoles de su misma misión de anunciar y establecer el Reino, otorgándoles autoridad para predicar y expulsar demonios. Asimismo, en la Última Cena, antes de su Pasión, Jesús les confía la celebración de su memorial, instaurando así a la Iglesia como nueva comunidad unida en torno a su persona y a su sacrificio.

    De este modo se entiende la unidad inseparable entre Cristo y la Iglesia: los Doce son la prueba más contundente de que la comunidad eclesial nace de la voluntad expresa de Cristo. No cabe la afirmación “Jesús sí, Iglesia no”, pues ambos son inseparables. El Resucitado permanece vivo y operante en su Iglesia, construida sobre el fundamento de los Apóstoles, y nos comunica su gracia a lo largo de la historia. Esta presencia constante es motivo de alegría y confirma que “el Reino de Dios viene” en cada tiempo y lugar, por medio de la comunidad que Él mismo ha fundado.

  • Catequesis

    LOS APÓSTOLES

    El próximo lunes empezaremos una nueva serie de entradas, en este caso nos centraremos en la catequesis sobre los Apóstoles.

    Como siempre, se trata de un breve resumen comentado del texto que ha sido originariamente publicado en la web del Vaticano, a la que te aconsejo acudir para poder, tú también, reflexionar sobre las fuentes originarias.

    Cómo sabes, insisto mucho en el tema del pensamiento crítico, y uno de los aspectos fundamentales consiste en utilizar, si es posible y se considera conveniente, los textos que han sido publicados por la web del Vaticano mismo, que son fieles a las palabras del Santo Padre.

  • Laudes y Visperas

    EL MAGNÍFICAT: LA HUMILDAD Y LA GRACIA DIVINA

    Con el final de este recorrido por los salmos y cánticos de la liturgia, reflexionamos ahora sobre el Magníficat (cf. Lc 1, 46-55), que cierra de manera ideal toda celebración de las Vísperas. Este cántico refleja la espiritualidad de los anawim bíblicos, los «pobres» que se definen no solo por su alejamiento de la idolatría y la riqueza, sino por la humildad de su corazón. El Magníficat expresa esta «humildad», o tapeinosis, que no es solo una condición social, sino una apertura al amor salvador de Dios.

    El primer movimiento del cántico es una expresión personal de la Virgen María, quien, al alabar a Dios, proclama las grandes obras que Él ha hecho en su vida, transformándola en la Madre del Salvador. Su canto está marcado por la acción de gracias, el gozo y la gratitud hacia Dios, pero no se queda en lo íntimo y solitario. María es consciente de su misión dentro de la historia de la salvación y, por ello, su alabanza se extiende a todos los fieles. Al decir: «Su misericordia llega a sus fieles de generación en generación» (v. 50), María se convierte en portavoz de todas las criaturas redimidas.

    En el segundo movimiento, la voz de la Virgen se une a la de la comunidad de los fieles, celebrando las sorprendentes elecciones de Dios. Aquí, el evangelio de Lucas resalta siete verbos en aoristo, que reflejan las acciones divinas permanentes en la historia: el Señor actúa de manera justa, levantando a los humildes y despojando a los poderosos. A pesar de las vicisitudes humanas, en las cuales triunfan los soberbios y ricos, al final se revela la verdadera predilección de Dios por los humildes y los pobres, aquellos que siguen su palabra con pureza de corazón.

    Este cántico nos invita a unirnos al «pequeño rebaño» de Dios, compuesto por aquellos que, como María, son pobres de espíritu, puros y sencillos. Así, el Magníficat nos recuerda que el Reino de Dios está reservado a los humildes y que debemos vivir con sencillez de corazón y amor a Dios.

    Finalmente, san Ambrosio nos invita a tomar el alma de María para proclamar la grandeza del Señor. Aunque, según la carne, solo hay una madre de Cristo, en la fe, todos podemos «engendrar a Cristo» en nuestras almas. Esta reflexión nos anima a hacer espacio para Cristo en nuestras vidas, llevándolo no solo en nuestro corazón, sino también al mundo, para que podamos engendrarlo en nuestro tiempo. Pidamos al Señor que nos ayude a alabarlo con el espíritu y el alma de María, y a llevar a Cristo a nuestro mundo.

  • Laudes y Visperas

    LA SOLICITUD DIVINA POR LOS POBRES Y DÉBILES

    En esta segunda parte del Salmo 144, que abarca los versículos 14-21, el salmista profundiza en el amor de Dios por los más vulnerables. Si en la primera sección celebrábamos la grandeza de Dios como rey, ahora se nos revela una faceta aún más cercana: un rey que no se muestra distante, sino lleno de ternura y solicitud, especialmente hacia los pobres y débiles. La realeza divina no se basa en el poder, sino en el cuidado amoroso por sus criaturas más frágiles. Dios es presentado como un Padre que «sostiene a los que van a caer» y levanta a los que ya han caído, siempre dispuesto a proveer lo necesario para vivir.

    El salmista también proclama dos cualidades fundamentales de Dios: su justicia y su santidad. El Señor es justo en todos sus caminos y santo en todas sus acciones. Estas cualidades reflejan la alianza de Dios con su pueblo, una alianza que busca salvar y liberar del mal, y que se basa en la fidelidad amorosa del Señor. El verdadero creyente es el que invoca al Señor con fe y confianza, lo busca sinceramente y lo ama con la certeza de que será acogido bajo su protección.

    Al igual que al comienzo, el salmista termina esta sección invitando a todos los seres vivientes a alabar y bendecir el nombre de Dios, el cual actúa y salva en la historia. La alabanza no es solo un acto personal, sino un canto comunitario que debe elevarse desde la tierra hasta el cielo, celebrando el amor universal de Dios, fuente de paz y salvación.

    Finalmente, el salmo nos recuerda que «cerca está el Señor de los que lo invocan sinceramente». Este versículo, usado con frecuencia por Barsanufio de Gaza, nos invita a reaccionar frente a las dificultades de la vida no con reflexiones teóricas, sino invocando al Señor con confianza. Como le dijo a un discípulo, no debemos preocuparnos por las causas de nuestras tentaciones, sino simplemente invocar el nombre de Jesús, sabiendo que Él nos escucha y nos ayuda.