La Iglesia, fundada sobre los Apóstoles y continuada a través de sus sucesores, es ante todo un misterio de comunión que refleja la unidad del Dios Trinitario. Desde los primeros tiempos, como enseña san Clemente Romano, los Doce aseguraron la continuidad de su misión para que la comunidad cristiana viviera siempre en comunión con Cristo y en el Espíritu. Esta realidad, lejos de ser una simple organización humana, es el fruto del amor del Padre, de la gracia de Cristo y de la acción del Espíritu Santo, que nos une a todos en una misma vida. San Pablo lo expresa con claridad al desear a los creyentes “la gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo” (2 Co 13, 13).
El Evangelio de san Juan profundiza en esta dimensión, mostrando cómo la comunión entre los hombres nace de la misma comunión entre el Padre y el Hijo. Jesús llama a sus discípulos a una unidad que refleje la suya con el Padre: “Que sean uno como nosotros somos uno” (Jn 17, 21-22). Esta comunión no es solo un ideal espiritual, sino la meta del anuncio cristiano: entrar en comunión con Dios y con los hermanos. Donde se rompe la comunión con Dios, se destruye la unidad entre los hombres, y viceversa. La Iglesia, como pueblo reunido en el amor trinitario, tiene la misión de hacer visible esta unidad en un mundo marcado por la fragmentación y el aislamiento.
La Eucaristía es el alimento de esta comunión. En ella, Cristo nos une a sí mismo, al Padre, al Espíritu Santo y entre nosotros, anticipando el mundo futuro en el presente. Este don no solo nos acerca a Dios, sino que nos libera de la soledad y del egoísmo, haciéndonos partícipes del amor divino. En un mundo donde las divisiones y los conflictos son constantes, la comunión cristiana es la gran respuesta de Dios a la necesidad de unidad. La Iglesia, a pesar de sus fragilidades humanas, es una obra de amor que ofrece a todos la posibilidad de encontrar a Cristo y vivir en su luz hasta el final de los tiempos.