Desde sus orígenes, la Iglesia ha sido edificada como una comunidad de comunión en la verdad y el amor, sostenida por el Espíritu Santo y guiada por los Apóstoles y sus sucesores. San Ireneo de Lyon destacaba que donde está la Iglesia, allí está también el Espíritu de Dios, quien la construye y le dona la verdad. Sin embargo, esta comunión no está exenta de pruebas y divisiones, pues desde los primeros tiempos han existido tensiones y desafíos a la unidad de la fe. Como advierte san Juan en sus cartas, la comunión solo es posible cuando se mantiene la fidelidad al Evangelio transmitido por Cristo.
Para que la Iglesia conserve esta unidad en la verdad y en el amor, necesita un ministerio apostólico que la guíe con autoridad. La sucesión apostólica es un don del Espíritu, garantizando que la Iglesia permanezca fiel a Cristo y su enseñanza a lo largo del tiempo. En los Hechos de los Apóstoles se describe cómo la comunidad primitiva vivía esta comunión mediante la enseñanza de los Apóstoles, la fracción del pan y la oración, expresándose también en la caridad fraterna. Así, la comunión en la Iglesia no es solo una realidad espiritual, sino que se hace visible y concreta en la vida comunitaria.
El ministerio apostólico es inseparable del servicio al amor, ya que la verdad y la caridad son dos aspectos de un mismo don divino. Los Apóstoles y sus sucesores no solo son custodios de la doctrina, sino también ministros de la caridad, asegurando que la Iglesia viva conforme al mandato de Cristo. Por ello, la comunidad cristiana está llamada a orar por los obispos y el Papa, para que sean auténticos testigos del Evangelio, guiando a la Iglesia en la fidelidad a la verdad y en la vivencia del amor. Así, la luz de Cristo seguirá iluminando la historia, asegurando que la comunión eclesial se mantenga viva y fecunda.