La Iglesia está cimentada sobre el testimonio de los Apóstoles, como atestiguan las Escrituras: san Pablo habla de ellos como fundamento, con Cristo como piedra angular (Ef 2, 20), mientras que el Apocalipsis presenta a los Doce como las bases de la Jerusalén celestial (Ap 21, 14). Todos los Evangelios coinciden en que la llamada de los Apóstoles marca el inicio del ministerio público de Jesús tras su bautismo en el Jordán. Ya sea junto al lago de Galilea o a orillas del Jordán, Jesús dirige su mirada y su palabra a los primeros discípulos, transformando su vida cotidiana en misión universal. Son llamados a ser “pescadores de hombres”, pero antes deben ser “expertos de Jesús”, conviviendo con él y conociéndolo de cerca.
Las distintas narraciones evangélicas resaltan cómo cada uno de los discípulos es conducido a una relación personal con Cristo. Marcos y Mateo subrayan la prontitud con que estos pescadores abandonan sus redes para seguirlo. Lucas, en la escena de la pesca milagrosa, muestra el camino de fe que los lleva a comprender su nuevo cometido. Juan, por su parte, sitúa el primer encuentro en las orillas del Jordán, donde la pregunta “¿Dónde vives?” revela el deseo profundo de convivir con el Maestro y recibir de él una misión que nace de la cercanía y la experiencia directa.
Inicialmente, Jesús centra su predicación y la de los Doce en “las ovejas perdidas de la casa de Israel”, cumpliendo así las profecías sobre la reunión del pueblo de la Alianza. Sin embargo, esta aparente restricción no contradice la dimensión universal de la salvación, pues tras la Resurrección el mandato se hace explícito: “Id por todo el mundo” (Mc 16, 15). Así, la misión de los Apóstoles pasa a ser un signo profético que, partiendo de Israel, se extiende a todas las naciones. De este modo, el anuncio del Reino y la reunión de todos los pueblos en la comunión con Cristo siguen siendo la tarea y la esperanza de la Iglesia en cada época.