En esta catequesis se subraya cómo la Iglesia nace de la misma voluntad de Jesús y se fundamenta en la fe, la esperanza y la caridad de los Apóstoles. Desde el inicio, cuando Jesús llamó a unos sencillos pescadores de Galilea y los convirtió en “pescadores de hombres”, quedó claro que su misión no era solo invitar a la conversión personal, sino reunir y unificar al pueblo de Dios. De hecho, el Señor dirigió su mensaje primero a Israel, para luego extender la alianza y la salvación a todos los pueblos, superando visiones individualistas que limitan el Reino de Dios únicamente a la dimensión interna de cada persona.
Un elemento decisivo de esa voluntad de Jesús es la institución de los Doce, acción profético-simbólica que remite a las doce tribus de Israel y anuncia la reconstitución definitiva del pueblo de Dios. Con ella, el Hijo de Dios hace partícipes a los Apóstoles de su misma misión de anunciar y establecer el Reino, otorgándoles autoridad para predicar y expulsar demonios. Asimismo, en la Última Cena, antes de su Pasión, Jesús les confía la celebración de su memorial, instaurando así a la Iglesia como nueva comunidad unida en torno a su persona y a su sacrificio.
De este modo se entiende la unidad inseparable entre Cristo y la Iglesia: los Doce son la prueba más contundente de que la comunidad eclesial nace de la voluntad expresa de Cristo. No cabe la afirmación “Jesús sí, Iglesia no”, pues ambos son inseparables. El Resucitado permanece vivo y operante en su Iglesia, construida sobre el fundamento de los Apóstoles, y nos comunica su gracia a lo largo de la historia. Esta presencia constante es motivo de alegría y confirma que “el Reino de Dios viene” en cada tiempo y lugar, por medio de la comunidad que Él mismo ha fundado.