Santiago el Menor, identificado como el «hijo de Alfeo» en los Evangelios, jugó un papel central en la Iglesia primitiva, especialmente en la comunidad de Jerusalén. Posiblemente pariente de Jesús, su importancia quedó reflejada en su liderazgo durante el concilio apostólico, donde contribuyó a la integración de los cristianos de origen pagano sin imponerles las normas mosaicas. San Pablo lo menciona como una de las “columnas” de la Iglesia, junto a Pedro y Juan, destacando su autoridad y su fidelidad a la enseñanza del Señor.
Se le atribuye la Carta de Santiago, un escrito profundamente práctico que exhorta a una fe activa, traducida en obras de justicia y caridad. Para él, la fe no puede limitarse a una confesión de palabras, sino que debe manifestarse en el amor al prójimo, especialmente en la atención a los más necesitados. Su famosa afirmación, “la fe sin obras está muerta” (St 2, 26), no contradice la enseñanza de san Pablo, sino que la complementa: la fe genuina produce frutos visibles en la vida diaria.
Santiago murió mártir en el año 62, condenado por las autoridades judías. Su vida y su enseñanza siguen siendo un llamado a la coherencia cristiana: una fe auténtica se traduce en justicia, generosidad y abandono confiado en la voluntad de Dios. Nos enseña a vivir con humildad, sabiendo que nuestros planes dependen del querer del Señor, y nos recuerda que la verdadera riqueza está en el amor y la solidaridad con los más pobres. Su testimonio sigue siendo una guía para quienes desean vivir el Evangelio con autenticidad y compromiso.