San Juan, hijo de Zebedeo y hermano de Santiago el Mayor, fue uno de los discípulos más cercanos a Jesús y testigo privilegiado de los momentos más significativos de su vida. Su nombre, que significa «El Señor ha dado su gracia», refleja la profundidad de su relación con Cristo. Junto a Pedro y Santiago, formó parte del grupo íntimo que acompañó a Jesús en la Transfiguración, la agonía en Getsemaní y la resurrección de la hija de Jairo. Su cercanía con el Maestro se evidenció en la Última Cena, donde se recostó sobre su pecho, y al pie de la cruz, cuando recibió a María como madre.
El Evangelio de Juan lo identifica como el “discípulo amado”, mostrando su relación de profunda amistad con Jesús. Esta intimidad no fue solo un privilegio, sino también una responsabilidad: dar testimonio del amor de Dios. Su valentía se manifestó en los Hechos de los Apóstoles, donde, junto a Pedro, defendió la fe ante el Sanedrín y confirmó a los primeros convertidos en Samaria. Según la tradición, vivió en Éfeso, donde ejerció su misión apostólica y escribió sus profundos textos teológicos, por lo que la Iglesia oriental lo llama el Teólogo.
Juan nos enseña que la fe no es solo conocimiento, sino una relación viva con Cristo. Su evangelio y sus cartas transmiten el mensaje central del cristianismo: “Dios es amor” (1 Jn 4, 8). En su ancianidad, según la tradición, repetía incesantemente: “Amaos los unos a los otros”, resumiendo la esencia del Evangelio. Que su ejemplo nos ayude a vivir una fe arraigada en el amor, la contemplación y la entrega total a Cristo, aquel que nos amó “hasta el extremo” (Jn 13, 1).