El Salmo 137, atribuido tradicionalmente al rey David, es un himno de acción de gracias que brota desde lo personal y se expande hacia una dimensión universal. En su inicio, el salmista alaba al Señor desde el santuario, señalando que su nombre y sus virtudes —fidelidad y misericordia— son la base de la esperanza del creyente. El recuerdo de momentos de sufrimiento pasados, en los que Dios respondió con fuerza y consuelo, se convierte en un motivo de confianza para el futuro, una certeza de que el Señor nunca abandona a su pueblo.
La visión del salmista trasciende su contexto inmediato, imaginando a todos los reyes de la tierra unidos en alabanza al Señor. En este gesto, anticipa la Iglesia universal, donde pueblos de todas las naciones reconocen la gloria de Dios y sus caminos de salvación. Este llamado a la humildad y a la defensa de los débiles resuena no solo en los gobernantes, sino también en cada uno de nosotros, instándonos a ponernos del lado de los últimos y a actuar con misericordia.
El salmo concluye con una declaración de confianza absoluta en la fidelidad divina: Dios no abandona la obra de sus manos. Inspirados por este mensaje, podemos enfrentar nuestras pruebas con la seguridad de que el Señor nos sostiene y nos guía. Como nos recuerda san Efrén el Sirio, Dios, todopoderoso en misericordia, supera nuestra capacidad de alabanza, y su verdad es fuente inagotable de esperanza y gratitud.