Figura apasionada y sin concesiones, san Jerónimo es uno de los grandes Padres de la Iglesia y, sobre todo, un enamorado de la Sagrada Escritura. Su vida entera —marcada por la penitencia, la erudición y el ardor espiritual— giró en torno a la Biblia, a la que tradujo, estudió y vivió con una entrega tan rigurosa como ardiente. En él se unen el monje austero, el estudioso incansable y el pastor celoso del alma cristiana.
Nacido en Estridón hacia el año 347, Jerónimo experimentó en carne propia el combate interior entre la atracción del mundo clásico y el llamado del Evangelio. Su célebre visión —en la que el Señor lo reprende por ser “ciceroniano, no cristiano”— marca su conversión definitiva: desde entonces, su amor por Cristo se encarna en un celo abrasador por las Escrituras. Comprendió que no hay verdadero cristianismo sin contacto íntimo y obediente con la Palabra de Dios.
Su obra más perdurable es, sin duda, la traducción de la Biblia al latín desde los textos originales, la célebre Vulgata, que se convertiría en el texto oficial de la Iglesia latina durante siglos. Con sensibilidad filológica, precisión teológica y un profundo espíritu eclesial, Jerónimo quiso ofrecer a todos una Biblia clara y fiel, que alimentara la fe y no la confusión. En este servicio, como él mismo decía, cada palabra, cada orden sintáctico, incluso cada expresión, era “un misterio”.
Pero Jerónimo no fue un mero filólogo. A través de su amplio comentario bíblico, su correspondencia, sus obras ascéticas y biográficas, dejó también un legado espiritual: una llamada constante a confrontar la vida con la Escritura, a vivir lo que se proclama. Para él, leer la Biblia sin obedecerla era como leerla en vano. Por eso insistía: “Ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo”. En tiempos de confusión doctrinal y relajación espiritual, su voz fue clara, exigente, profética.
También su carácter enérgico y a veces áspero encuentra sentido en su misión: defender la integridad de la fe y la primacía de la Palabra. Su figura incómoda pero imprescindible nos recuerda que no se puede amar a Cristo de manera tibia, ni reducir la Escritura a consuelo superficial. Jerónimo, que acabó sus días en la gruta de Belén, junto al misterio de la Encarnación, nos dejó el testimonio de una vida que, herida por la Palabra, se hizo ella misma palabra encarnada.
Hoy más que nunca, en medio del ruido y la volatilidad de las ideas humanas, san Jerónimo nos exhorta a volver a la fuente: a leer, meditar y vivir la Escritura en comunión con la Iglesia. Quien se nutre de la Palabra, lleva ya en sí algo de la eternidad.