Desde su primer encuentro con Simón, Jesús dejó clara la misión especial que le confiaba: cambiar su nombre por “Cefas” (Piedra) no era solo un gesto simbólico, sino la manifestación de un designio divino. A lo largo de los Evangelios, Pedro ocupa un lugar de preeminencia en el grupo de los Apóstoles: es a él a quien Jesús elige para pagar el tributo del templo, el primero en ser llamado a seguirle y el discípulo que más interviene en los momentos clave. Su liderazgo se confirma en Cesarea de Filipo, cuando proclama: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16, 16). En respuesta, Jesús le otorga un papel fundamental en su Iglesia: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia” (Mt 16, 18).
La imagen de la “piedra” expresa la solidez de la fe y la misión confiada a Pedro: ser cimiento, poseer las llaves del Reino y ejercer la autoridad de “atar y desatar”. Esta autoridad no le pertenece por sí mismo, sino que es un servicio dentro de la Iglesia de Cristo. Tras la Resurrección, su papel se consolida: Jesús se le aparece primero, es él quien corre al sepulcro con Juan y quien recibe el encargo de “confirmar a sus hermanos en la fe” (Lc 22, 31-32). En los Hechos de los Apóstoles, Pedro asume la dirección de la comunidad naciente, testimoniando la fe con valentía y asegurando la unidad de la Iglesia.
El ministerio de Pedro, vinculado a la Eucaristía y a la Pascua del Señor, tiene una misión esencial: garantizar la comunión con Cristo y entre los creyentes. Su primado no es un dominio humano, sino un servicio de unidad y caridad, asegurando que la red de la Iglesia no se rompa. Oremos para que este ministerio, confiado a hombres frágiles pero sostenido por la gracia de Dios, sea siempre signo de la verdadera comunión y unidad en Cristo, y para que los hermanos separados puedan reconocer su significado en la Iglesia.