San Tomás es recordado por su incredulidad, pero su figura es mucho más rica y profunda. Aparece en los Evangelios como un discípulo decidido y fiel, dispuesto a seguir a Jesús incluso hasta la muerte. Su valentía se refleja cuando anima a los demás apóstoles a acompañar a Cristo a Betania, asumiendo el peligro que implicaba acercarse a Jerusalén.
En la Última Cena, su inquietud y su deseo de claridad lo llevan a preguntarle a Jesús: «Señor, no sabemos a dónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?» (Jn 14, 5). Gracias a su pregunta, Jesús responde con una de sus afirmaciones más profundas: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida». Su búsqueda sincera nos enseña que la fe no es conformismo, sino un camino de preguntas y respuestas en Cristo.
Su momento más célebre llega después de la Resurrección. Al dudar del testimonio de los demás discípulos, exige ver y tocar las heridas del Resucitado. Ocho días después, Jesús lo confronta con amor: «Trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo, sino creyente». En ese instante, Tomás pronuncia la confesión de fe más sublime del Evangelio: «Señor mío y Dios mío».
Esta escena no es un reproche, sino una invitación para todos los creyentes. Jesús declara: «Bienaventurados los que crean sin haber visto», recordándonos que la fe auténtica trasciende lo visible.
Según la tradición, Tomás llevó el Evangelio hasta Persia e India, fundando comunidades cristianas que aún perduran. Su testimonio nos invita a no temer nuestras dudas, sino a transformarlas en un camino hacia la certeza en Cristo. Como Tomás, estamos llamados a buscar, encontrar y proclamar: «Señor mío y Dios mío».