Con el final de este recorrido por los salmos y cánticos de la liturgia, reflexionamos ahora sobre el Magníficat (cf. Lc 1, 46-55), que cierra de manera ideal toda celebración de las Vísperas. Este cántico refleja la espiritualidad de los anawim bíblicos, los «pobres» que se definen no solo por su alejamiento de la idolatría y la riqueza, sino por la humildad de su corazón. El Magníficat expresa esta «humildad», o tapeinosis, que no es solo una condición social, sino una apertura al amor salvador de Dios.
El primer movimiento del cántico es una expresión personal de la Virgen María, quien, al alabar a Dios, proclama las grandes obras que Él ha hecho en su vida, transformándola en la Madre del Salvador. Su canto está marcado por la acción de gracias, el gozo y la gratitud hacia Dios, pero no se queda en lo íntimo y solitario. María es consciente de su misión dentro de la historia de la salvación y, por ello, su alabanza se extiende a todos los fieles. Al decir: «Su misericordia llega a sus fieles de generación en generación» (v. 50), María se convierte en portavoz de todas las criaturas redimidas.
En el segundo movimiento, la voz de la Virgen se une a la de la comunidad de los fieles, celebrando las sorprendentes elecciones de Dios. Aquí, el evangelio de Lucas resalta siete verbos en aoristo, que reflejan las acciones divinas permanentes en la historia: el Señor actúa de manera justa, levantando a los humildes y despojando a los poderosos. A pesar de las vicisitudes humanas, en las cuales triunfan los soberbios y ricos, al final se revela la verdadera predilección de Dios por los humildes y los pobres, aquellos que siguen su palabra con pureza de corazón.
Este cántico nos invita a unirnos al «pequeño rebaño» de Dios, compuesto por aquellos que, como María, son pobres de espíritu, puros y sencillos. Así, el Magníficat nos recuerda que el Reino de Dios está reservado a los humildes y que debemos vivir con sencillez de corazón y amor a Dios.
Finalmente, san Ambrosio nos invita a tomar el alma de María para proclamar la grandeza del Señor. Aunque, según la carne, solo hay una madre de Cristo, en la fe, todos podemos «engendrar a Cristo» en nuestras almas. Esta reflexión nos anima a hacer espacio para Cristo en nuestras vidas, llevándolo no solo en nuestro corazón, sino también al mundo, para que podamos engendrarlo en nuestro tiempo. Pidamos al Señor que nos ayude a alabarlo con el espíritu y el alma de María, y a llevar a Cristo a nuestro mundo.