Iglesia Primitiva

SAN AMBROSIO, PASTOR FIEL Y TESTIGO DE CRISTO EN EL CORAZÓN DE MILÁN

Cuando Milán era todavía una de las capitales del Imperio romano, una figura inesperada y providencial se convirtió en el rostro visible de la Iglesia en Occidente: Ambrosio, hombre de Estado, catecúmeno aún, llamado por aclamación popular a ser obispo. Su elección, ocurrida hacia el año 374, es uno de esos momentos en los que se percibe con fuerza la intervención del Espíritu Santo en la historia. Ambrosio no era sacerdote, ni siquiera bautizado, pero su integridad, su inteligencia, su sentido de justicia y su presencia firme en medio de un pueblo dividido lo señalaron como pastor en tiempos de confusión.

De temperamento noble, culto romano y alma abierta a la verdad, Ambrosio se dejó moldear por la Escritura, que aprendió a amar y meditar gracias a la herencia de Orígenes. Desde su cátedra episcopal, la palabra de Dios no fue para él mero objeto de estudio, sino fuerza viva capaz de transformar los corazones. En sus predicaciones, arraigadas en la lectio divina, formó a catecúmenos y neófitos en la vida cristiana no sólo con doctrina, sino enseñándoles el arte de vivir con sabiduría evangélica. Su figura encarna lo que debe ser todo obispo: un hombre de oración, un maestro de la fe, un padre para su pueblo.

Pero más aún que su palabra, fue su vida la que predicó con elocuencia. Así lo atestigua san Agustín, quien en Milán descubrió que el testimonio de una Iglesia orante, unida a su obispo hasta en la persecución, puede abrir caminos de conversión allí donde la retórica falla. El joven africano encontró en Ambrosio no sólo a un gran predicador, sino a un hombre de Dios, y en su comunidad, a una familia que vivía el Evangelio con coherencia. Es el misterio de la fe vivida que conmueve más que mil argumentos.

Ambrosio fue también defensor incansable de la libertad de la Iglesia frente al poder político. No buscó conflictos, pero no aceptó componendas cuando se trataba de la verdad. Su resistencia ante las presiones imperiales, con mansedumbre y firmeza a la vez, hizo de Milán un faro para todo Occidente. La Iglesia no se doblegó; el obispo no cedió, pero tampoco se encerró: iluminó, persuadió y, cuando fue necesario, resistió con caridad.

Murió como vivió: orando, entregado, con los brazos en cruz como su Señor. En la aurora del Sábado Santo del año 397, dejó este mundo habiendo sembrado en la Iglesia latina una pasión por la Escritura, un compromiso pastoral lleno de coraje y un amor absoluto a Cristo. “Omnia Christus est nobis”: esta frase, tan suya, resume no sólo su doctrina, sino su existencia.

San Ambrosio no es sólo una gloria de Milán, sino un don para toda la Iglesia. Nos enseña que la santidad no está reñida con la cultura, que la verdad debe ir unida a la caridad, y que la fuerza de la Iglesia radica en su fe vivida, no en su poder. También hoy, su voz invita a quienes enseñan, a quienes gobiernan y a todos los cristianos a vivir en coherencia con el Evangelio que anuncian.

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