En la transición entre los tres primeros siglos de persecuciones y la era de la paz constantiniana, emerge la figura de Eusebio de Cesarea como un puente providencial. Obispo, teólogo, filólogo e historiador, fue el primer gran cronista de la historia de la Iglesia. Su Historia eclesiástica, escrita a comienzos del siglo IV, no solo conserva con esmero fuentes hoy perdidas, sino que refleja un propósito más profundo: descubrir en el devenir histórico los signos vivos del amor de Dios y de su providencia salvífica.
Para Eusebio, la historia cristiana no era una simple narración de hechos. Era el relato vivo de la misericordia del Salvador, revelada en el testimonio de los mártires, en la sucesión apostólica, en la expansión del Evangelio y en la fidelidad de la Iglesia ante los errores y persecuciones. Desde esta perspectiva cristocéntrica, la historia se convierte en espacio de revelación y en llamada a la conversión. No se trata solo de observar lo que ocurrió, sino de responder con una vida coherente al amor de un Dios que actúa en el tiempo.
Al recordarnos que Jesús es reconocido y adorado como Hijo de Dios por pueblos de toda lengua, Eusebio nos interpela también hoy: ¿leemos la historia de la Iglesia con ojos de fe o de simple curiosidad? ¿Descubrimos en sus luces y sombras la obra del Espíritu o solo buscamos escándalos y conflictos? Su mensaje es claro: mirar el pasado con fe nos ayuda a vivir el presente con amor y esperanza. La historia de la Iglesia —con todas sus pruebas y triunfos— sigue siendo hoy una gran catequesis viva, una invitación a que nuestra propia vida refleje el paso de Dios por la historia humana.